Informarme sobre la tragedia de la semana pasada de la estación Once de Buenos Aires me ha traído, además del dolor por los que la han padecido en primera persona, numerosos recuerdos de los tiempos, hace ya 13 años, cuando vivía en la capital argentina y experimenté de primera mano, aún sin recorrer las líneas más degradadas, el pésimo estado de una red de ferrocarriles que antaño era la más grande de América Latina. Mis amigos argentinos me hablaron del abandono de las infraestructuras por el que fuera Presidente de Argentina en aquel tiempo –y cuyo nombre por superstición no se pronuncia– quien había intentado infructuosamente dar respuesta al inmenso problema de la deuda del sistema ferroviario argentino mediante un proceso de privatizaciones que acabaría con las líneas menos rentables, y con ellas pueblos enteros, y dejaría a las restantes a la suerte del libre albedrío de unas operadoras comerciales sin control u obligaciones. Las analogías entre un país europeo y
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