Ahora todos estamos en el mismo charco


Los visitantes a Estados Unidos a menudo expresan shock ante el contraste tan visible de un país que, por un lado, nos ha traído incontables avances y mejoras tecnológicas y por otro, nos muestra una desigualdad cada vez más acuciante, una ausencia de justicia social, la incapacidad total de alcanzar el consenso en las cuestiones políticas más importantes y unas graves carencias a nivel de infraestructuras. ¿Cómo puede ser - nos preguntamos – que en el país que nos ha traído el iPhone, Facebook, Twitter y el Android; la Primera Dama tenga que intervenir, tal y como leí hace pocas semanas en The Economist, para que los residentes de los barrios de las afueras de ciudades como Chicago tengan acceso a tiendas locales de fruta fresca? ¿Cómo puede ser que – tal y como relata un brillante artículo de la revista, Foreign Policy, firmado por el periodista, George Packeruna empresa desconocida de Wall Street sea capaz de excavar en menos de un año un túnel de casi 1.300 km, debajo de ríos y montañas, para conectar las bolsas de Nueva York y Chicago mediante una conexión de fibra óptica que recorta en tres milisegundos el tiempo que tardan las operaciones automatizadas de compra y venta de acciones, si no han sido capaces en 60 años de aumentar la velocidad de los trenes de pasajeros entre estas dos ciudades?

El citado artículo es muy largo para resumir en detalle a las 11,00 de la noche. Sin embargo, dibuja, a mi modo de ver, numerosos paralelismos entre lo vivido en Estados Unidos hace 35 años, y los efectos de la crisis que hoy estamos padeciendo en Europa. Cualquiera que haya visto la película, Inside Job, entenderá los cambios que se realizaron en el sistema financiero y en la manera de hacer negocio en Estados Unidos y en el mundo a partir de finales de los ’70 y sus consecuencias para el orden social. Si pensamos sólo en la situación de España, un país que, a pesar de todo, a día de hoy cuenta con unas infraestructuras, un estado de bienestar y una estabilidad política que, a pesar de sus defectos, para muchos son envidiables; está claro que tenemos mucho que perder.

Hasta la primera mitad de los ’70, se mantenía el consenso entre los empresarios y los banqueros, establecido tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, de que para mantener la paz social era necesario garantizar que los beneficios del crecimiento económico fueran compartidos más ampliamente. Packer la define como la “democracia de clase media” y afirma que su consecuencia fue generar más prosperidad compartida que en cualquier otro momento de la historia. Una combinación de políticas sociales y derechos laborales mantuvieron un cierto equilibrio entre los derechos de la patronal y los de los trabajadores, generando un círculo virtuoso de salarios cada vez más altos y creciente estímulo económico. El régimen fiscal restringió la cantidad de riqueza que se pudiera acumular en manos privadas o que pudiera ser traspasada a futuras generaciones, evitando así la creación de una ‘plutocracia heredada’. Los empresarios, por su parte, tenían suficiente ética y responsabilidad para obrar por el bien de todos. Sabían que la prosperidad futura dependía de la cohesión social.

¿Y cómo se rompió todo esto? Pues, primero llegaron los años ’60, la emancipación de los jóvenes y el amor libre. Las guerras culturales supusieron una verdadera revolución en la manera de ser y de actuar de los norteamericanos y desencadenaron el aumento del individualismo y el creciente desinterés por el bien común. En Segundo lugar, en los años ’70, la crisis del petróleo empobreció a los norteamericanos y acabó con la poca confianza que mantenían en la capacidad del Estado después del fracaso de Vietnam, el escándalo de Watergate y la inestabilidad social de los años ’60. Fue justo en ese momento que sonaron las alarmas para los empresarios quienes decidieron que el capitalismo corría peligro y empezaron a atrincherarse en grupos de lobby dedicados exclusivamente a defender sus propios intereses.

Estos cambios, y aquí viene la parte interesante, fueron defendidos no sólo por políticos conservadores sino también por liberales altruistas que tras el escándalo de Watergate crearon leyes para limpiar el sistema electoral y abrir el sistema político a los votantes que se sentían cada vez alejados de un modelo bipartidista con el que todas las decisiones se tomaban en reuniones cerradas y llenas de humo. ¿A alguien le suena? El objetivo era crear más democracia, sin embargo, lo que pasó fue que se proliferaron movimientos de ciudadanos de base, financiados por empresas de lobby, y que recurrían a estrategias como el marketing directo y de publicidad televisada para ganar votos. El resultado fue que se fracturaron las viejas coaliciones entre los votantes de un mismo sector social – los pequeños empresarios, los agricultores, los trabajadores... – dejando una nación atomizada e influida exclusivamente por lo que veían en una televisión cuyos hilos movían unos grupos oscuros con el único interés de manipular.

La consecuencia fue el debilitamiento de la democracia y la introducción de unos cambios en el sistema social y económico que sólo beneficiaron a una pequeña minoría de votantes. Las cifras hablan por sí solas. En los años 70 los altos ejecutivos ganaban 40 veces más que el empleado peor pagado. En 2007, el ratio era de 400 a 1. No había una demanda social de desmantelar los programas sociales o de debilitar el Estado, pero eso es, en efecto, lo que ocurrió durante 30 años gracias a una política dominada por unas facciones que sólo perseguían los intereses de los sectores más ricos. Entre 1979 y 2006, las clases medias vieron como sus ingresos netos aumentaron un 21%. Los salarios de los más pobres, en cambio, aumentaron apenas un 11% en el mismo periodo, mientras el 1% más rico incrementó sus ingresos en un 256%.

En Europa en el mismo periodo, se realizaron reformas económicas parecidas, sin embargo, mantuvimos un mayor nivel de igualdad que en Estados Unidos, principalmente gracias al mantenimiento de las políticas públicas, la fiscalidad progresiva, los derechos laborales, las regulaciones y las leyes sobre el financiamiento de las campañas electorales. Precisamente, las políticas de la posguerra, que también habían beneficiado a los norteamericanos hasta la llegada de Reagan, seguían beneficiándonos por lo menos hasta hoy. En España, el motivo del consenso no fue la posguerra sino el fin de la dictadura, un consenso que ahora parece peor que roto. Ahora, sin embargo, tenemos otra crisis en Europa, incluso más grave que la de los años ’70. Los ciudadanos están indignados con los políticos, tanto que miran para otro lado cuando llegan nuevos gobiernos para anunciar que van a reducir el papel del Estado, privatizar la sanidad y acabar con los derechos laborales. Prefieren no saber nada del Gobierno, al igual que lo querían los norteamericanos cuando se hartaron del Jimmy Carter. Votan resignados a unos políticos que se presentan sin anunciar su programa, ni en la campaña electoral ni después de ganar.

Como sigamos así, quizás podamos soñar con que en un par de décadas surja alguna empresa europea capaz de rivalizarse con Apple. Pero mientras tanto, debemos aprovechar cualquier oportunidad que tengamos para disfrutar de nuestras modernas carreteras, nuestros trenes veloces y nuestros barrios tranquilos y habitables, porque como sigamos tomando la misma medicina que proponen los neoliberales que hoy gobiernan en casi toda Europa, en unos años el paisaje se verá muy distinto. Y no parece que como ciudadanos tengamos los mecanismos para frenarlo.

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