El otro día estuve hablando con un economista jubilado. Según me contó, ya no trabaja por necesidad sino por interés y curiosidad personal, y dedica gran parte de su tiempo a investigar y enseñar una nueva teoría económica según la cual se entiende que los recursos naturales de la tierra no tienen límite y por consiguiente, no debemos sentir culpa por desear conseguir todos nuestros objetivos en la vida o por intentar satisfacer nuestra ambición consumista. Según esta teoría, la energía que recibe la tierra y que proviene en primera instancia del sol es ilimitada y contamos con infinitas maneras para aprovechar esa potencia para responder a todas las necesidades de la creciente población del planeta.
Que conste que esta teoría no se asemeja al negacionismo climático al cual se ha sumado algún que otro político jubilado de nuestro país. Se centra, en cambio, precisamente en la idea de que tenemos infinitas herramientas a nuestro alcance para responder a nuestras necesidades sin tener que perjudicar a nuestro ecosistema, y que no se aprovechan debido a la predominancia de determinados intereses políticos y económicos.
Tras una breve búsqueda en Internet, encontré numerosos fuentes que avalaban esta hipótesis. El que más me llama la atención es un artículo de reciente publicación de Alberto Benegas Lynch, publicada en la revista online, Agrositio. Para resumir, la teoría de la insostenibilidad de los recursos naturales se utiliza para sostener un sistema de mercado según el cual los precios de los bienes de consumo suben y bajan en función de las variaciones de la oferta y la demanda:
El periodista cita a Julian N. Simon, autor del libro, “The Resourceful Earth”, quien enfatiza el rol trascendental de los precios en el mercado:
"Manteniendo los demás factores iguales, cuando la demanda aumenta se incrementan los precios, lo cual torna más económica la extracción de recursos en áreas hasta el momento impensadas (como, por ejemplo, la extracción de minerales de baja concentración pero de enormes cantidades en el suelo marino), al tiempo que incentiva la exploración de los antedichos sustitutos”.
La reciente burbuja inmobiliaria en España ofrece quizás el mejor ejemplo. ¿Cómo se puede explicar que el precio de la vivienda subiera tanto en pocos años cuando en España no había, en absoluto, una falta de terreno para construir? Pues, resulta que dichos terrenos se iban recalificando en función de la demanda, manteniendo los precios artificialmente altos y obligándonos a pagar precios que nada tenían que ver con el valor real. Y allí nuestra actual crisis bancaria que tenemos que pagar entre todos.
Reflexionando sobre este tema, pienso en el nivel de injusticia que supone el hecho de que en un mundo con todos los recursos y materiales necesarios para satisfacer las necesidades de la población, la mayor parte de los seres humanos vive en absoluta pobreza, sin agua potable y en demasiados casos mueren de hambre. Benegas parafrasea a Fredrik Segerfeldt en su libro Water for Sale, quien comenta que,
“En todo el mundo hay una precipitación anual -descontada la caída sobre el mar y ríos- de 113 mil kilómetros cúbicos de la que se evaporan 72 mil, lo cual deja un neto de 41 mil en tierra firme que, a su vez, significa 19 mil litros por día por persona en nuestro planeta. Por paradójico que parezca, hay lugares en los que la gente no dispone de agua corriente y la que existe está contaminada por lo que perecen millones de personas por año”.
Si nos sobra agua, ¿cómo se puede justificar esta situación?
De todas formas, más allá del principal argumento económico, pienso en las consecuencias para la humanidad si al final se consigue demostrar la validez de la teoría de infinidad de recursos. Si fuera así, ¿sería necesaria tanta desigualdad? ¿Se acabaría con el sistema capitalista tal y como lo conocemos? Si la oferta es ilimitada, está claro que da igual el nivel de la demanda, los precios siempre serán bajísimos, o por lo menos estables. ¿Se podrá seguir sosteniendo la ética protestante según la cual es la obligación de todo ser humano trabajar, una labor que se incentiva con una remuneración económica que a su vez es fundamental para la sobrevivencia? ¿Sería posible organizarnos de otra forma? Según la filosofía vigente, el trabajo se convierte en algo esencial, en una especie de castigo al que nos dedicamos no por deseo sino por necesidad. No sólo negamos la realidad de la infinidad de recursos sino dedicamos nuestra propia energía a fines que muchas veces contradicen nuestros propios ideales o valores, aún más en el caso de los que trabajamos, ‘por cuenta ajena’, lo que no es más que un eufemismo de los verbos ‘prostituirse’ o ‘esclavizarse’.
¿Cuántos nos hemos preguntado qué haríamos si ganáramos la Primitiva y tuviéramos todas nuestras necesidades cubiertas? Según la ética protestante, nuestro primer deseo en estas circunstancias sería comprarnos una casa en el Caribe y pasar el resto de la vida durmiendo debajo de una palmera. Seguramente algunos lo harían. Pero si miramos el caso del economista que he mencionado al principio de este post, el de millones de jubilados en todo el mundo que siguen dedicándose a labores voluntarios para devolver al mundo algo de lo que han recibido, el de multimillonarios como Bill Gates o antiguos políticos como Bill Clinton que invierten grandes cantidades de dinero en proyectos sociales mediante sus respectivas fundaciones, o el de las miles de personas que trabajan gratis en labores voluntarios por todo el mundo, no será difícil imaginar que además de nuestros puros intereses económicos, nos impulsa otra energía positiva que si pudiéramos, aprovecharíamos para lograr infinidad de cosas y, en efecto, para hacer progresar el mundo.
Esta hipótesis contradice el concepto del pecado original. También choca con la teoría neoliberal según la cual nuestro mayor derecho es el de la libertad económica, de poder emprender, ganar dinero y competir. Algunos dirán que es marxista o leninista y que no tiene posibilidades de prosperar. Sin embargo, el primer ideólogo de esta teoría puede que haya sido un tal Jesús Cristo quien demostró con su milagro de los panes y los peces que la teoría de la escasez de los recursos estaba sólo en nuestra imaginación.
Ya hemos visto como el mito que sostuvo la burbuja inmobiliaria acabó rompiéndose, y aún no sabemos qué pasará ahora y si los ciudadanos volverán a caer en la misma trampa. Igual pasará lo mismo con las nuevas burbujas que nos esperan en los próximos años, todos ideados para generar riqueza para algunos y a fomentar la especulación a costa del labor y el esfuerzo de los humildes trabajadores. Un artículo publicado esta semana en The Economist nos habla de William Beveridge, el inventor del concepto del estado de bienestar británico. Beverage no creía en la tradicional ética protestante y afirmó que la idealización del ‘esfuerzo útil’ era un invento de las clases altas para promover el trabajo entre las clases bajas. Según él, los pobres no tenían ningún deber moral de trabajar. En cambio, las autoridades tenían que diseñar un sistema que incentivase el trabajo.
Puede que Beveridge haya tenido la razón, al menos en parte. De todas formas, ¿no ha llegado el momento de que dejemos de trabajar ‘por deseo de las clases altas’, y empecemos a construir un mundo a nuestra imagen y semejanza? Cuando se rompa el mito de la escasez, quizás no haya alternativa.
Desde luego, no soy experto en el tema pero me ilusiona pensar que hay gente allí fuera que debate estas cosas y empiezo a pensar que otro mundo de verdad es posible.
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