Ciudadanos obsoletos en un mundo virtual
La
segunda parte de la serie británica, Black Mirror, retrata una sociedad en la
que los ciudadanos se han vuelto esclavos de las redes sociales. Viven en
pequeños apartamentos cuyas paredes son pantallas de plasma que emiten a todas
horas publicidad grotesca y que sólo pueden apagarse a cambio de unos créditos
que se ganan mediante el ejercicio físico en el gimnasio. Cuando uno de los
personajes encuentra el amor, el mejor regalo que le puede hacer a su amada consiste
en una invitación para participar en un juego de reality que en vez de unir les
lleva por dos caminos distintos e igualmente perversos, carentes de toda
individualidad o del menor atisbo de dignidad humana.
La
serie tuvo gran trascendencia en la opinión pública del Reino Unido, y también la
de otros países de su entorno por dibujar un escenario que por muy obsceno que
pareciera en realidad ofrecía una visión bastante realista del futuro que nos
espera. La historia más escabrosa es la del primer episodio, de manera que la
audiencia, al ver el segundo o el tercero ya no se escandaliza tanto al
observar una realidad que se asemeja bastante a nuestra realidad presente. Pero
es el hecho de percibir nuestra pasividad y resignación ante la constatación de
una realidad distópica lo que debe echarnos a temblar. En el último episodio, cada
ciudadano lleva implantado un chip que graba y archiva en formato de vídeo cada
una de sus acciones y palabras a lo
largo del día. El fichero puede ser consultado y estudiado por cualquier
persona que lo pida y en cualquier momento, sea esta un policía o una pareja
que quiere comprobar la fidelidad de su otra mitad, y la decisión de extirpar el
chip se convierte en el mayor acto de
rebeldía y de subversión que un ser humano pueda cometer.
Daría
miedo verlo si no fuera que hoy, en 2012, esta imagen ya se ha convertido una
realidad en nuestras vidas. Todos, de forma totalmente voluntaria, dejamos un
rastro digital de nuestros pasos y nuestros pensamientos en unos formatos cada
vez más públicos y accesibles. Nuestras interacciones sociales están
registradas para la posteridad en Facebook y en Twitter y negar a cualquier
persona el derecho a consultar ese registro se considera un grave desaire.
Nuestros diarios secretos ya son blogs públicos, lo que hace que, en efecto,
renunciemos a una vida secreta real o imaginada. Ni nos atrevemos a dejar
grabado en ningún sitio opiniones o reflexiones que algún día puedan volverse
en nuestra contra. Dentro de relativamente poco, dejará de existir el papel de
manera que recurrir a la tecnología tradicional ya no será una opción. Nuestros
álbumes de fotos se trasladan a las redes sociales y cada vez que saquemos una
instantánea con los nuevos dispositivos móviles, esta se convierta en
información pública para toda nuestra red de contactos.
Sin
embargo, más allá de la cuestión de la privacidad, la omnipresencia de la
tecnología ha transformado nuestra manera de vivir y de relacionarnos. Ahora,
cuando alguien entra en su casa, los primeros sonidos que se escuchan son el
giro de la llave en la cerradura de la puerta, una breve serie de pasos y el
arranque del ordenador. Si antes había tres maneras de comunicarse: en persona,
por teléfono o por carta; a estas hoy se suman Skype, MSN, What’sApp, Viber,
Facebook, Twitter, y una larga etcétera. De tal forma que es posible que una
única conversación empiece con un mensaje SMS y termine en Skype después de
pasarse por al menos dos canales de comunicación más. Interactuar así deja de
ser una experiencia agradable para convertirse en una pesadez. La cara opuesta
a un mundo sin privacidad es que la creciente variedad de herramientas de
comunicación nos permite elegir el medio que mejor nos permitirá lucir, o más
bien, mostrar sólo aquellas facetas que queremos que la otra parte vea. Y la
lucha, por supuesto, es hacer que el otro acepte comunicarse por la vía que más
le incomode para poder así tener una mayor posibilidad de conocer sus secretos
más oscuros. Las citas románticas ya no se llevan a cabo en un restaurante o en
un parque sino alrededor del ordenador. La máxima reflexión de la intimidad:
dejar al otro ver los contenidos de tu Facebook desde el interfaz privado. Es
decir, todo. Todos los contenidos del chip que llevas si no en el cerebro, por
lo menos en algún lugar de la nube.
Para
los que todavía recordemos un tiempo en el que las cartas tardaran días o
semanas en llegar a su destinatario y nos conformáramos con ir conociendo a la
gente poco a poco; en el que la confianza era la mejor estrategia de
supervivencia; encontrarnos ante esta nueva realidad en la que para sobrevivir
hay que espiar, cotillear, y continuamente buscar los fallos en los demás, la
adaptación a este nuevo mundo feliz resulta cuando menos traumático. Para los
más jóvenes no es más que el día a día. E irá a más. Estamos viviendo una
auténtica revolución no sólo en la forma de vivir y de pensar sino en nuestra manera
de ser. Y si nuestros padres y abuelos se sentían abrumados por la llegada de
la tecnología del ordenador, ni quiero pensar cómo sabremos adaptarnos a la
realidad futura, cuando nosotros tengamos 50 ó 60 años, a la espera de la
jubilación que nunca llegue, y nuestros jefes tengan 25. Los seres humanos son
capaces de aguantar mucho, pero creo que en este caso, a ojos de las
generaciones venideras, los mayores nos habremos vuelto locos.