Realidad y ficción en el sistema político español


El discurso de los partidos políticos ya no corresponde con la realidad que vivimos. Las elecciones ya no se ganan o se pierden después de un duro debate sobre la realidad a la que nos enfrentamos sino en base a cuestiones más emocionales que, aunque sean importantes, se eligen porque facilitan discursos demagógicos que pueden atraer votantes pero que al final cansan y distraen. Unos discursos que permiten dividir a la sociedad entre buenos y malos. En definitiva, el país se divide por la mitad, según las mismas líneas ideológicas que nos separaban hace 60 años, sólo que ahora es un debate ficticio, televisado y profundamente engañoso.

Estamos viviendo la crisis más profunda de la historia reciente. Hay miles de factores que impiden que la economía vuelva a crecer, empezando por el simple hecho de que el sistema fiscal castiga a quien quiera coger el toro por los cuernos y levantarse por sí mismo. Los expertos calculan que la economía sumergida representa el 20% del PIB español y hay razones muy obvias por este dato tan brutal. Y es que si hoy te quieres hacer autónomo, desde el primer día tienes que pagar una cuota mensual de 250 euros a la Seguridad Social. Es decir, si el primer mes de dar clases, para dar un ejemplo, un profesor gana 500 euros, sólo se lleva a casa 250, a los que también habrá que descontar el IRPF. Dinero apenas suficiente para alquilar una habitación en un piso compartido, sin hablar del coste de vestirse y alimentarse. Pues, ¿por qué no permiten a los autónomos dejar de pagar esta tasa en sus primeros meses hasta que logren salir a flote? ¿No sería uno de los mejores incentivos para que dejaran de cobrar en negro? Y, ¿por qué es España el segundo país del mundo en el que más tiempo se tarda en crear una empresa nueva? ¿Es posible que un Gobierno que se define como liberal no haya dado respuesta a estas preguntas en sus primeros 12 meses? Sin embargo, presume de estar sacando a España del pozo en el que la metió su antecesor. Como siga a este ritmo, será mejor que nos vayamos acostumbrando, porque estaremos mucho tiempo sin ver la luz.

Pero no, estas cosas no se debaten. Los que sí, en cambio, han sido los temas candentes del día son el matrimonio homosexual y el aborto en caso de malformación del feto. ¡Válgame Dios! ¿Si estas cosas hay que debatirlas? Si pueden sacar un tema donde hay consenso en la sociedad es el derecho de cualquier pareja a contraer matrimonio. No hay polémica. ¿Por qué hubo que dedicar tanta energía a semejante tema cuando lo sencillo hubiera sido asumir la decisión del Gobierno anterior? Y sobre el aborto, un tema más espinoso, sólo los elementos más reaccionarios del nacional catolicismo están en contra de permitirlo en casos de malformación del feto cuando no existe ninguna posibilidad de que el bebé tenga una vida digna por las pocas horas, días o meses que, en cualquier caso, viviría. Son cuestiones tan absurdas que no hay quien entienda por qué tienen que centrar el debate político del país cuando el mayor problema es que la gente no puede conseguir un trabajo o un sueldo.

Luego está el asunto de la independencia de Cataluña. Allí tenemos a un partido, CiU, cuyos políticos son, en realidad, correligionarios del PP, aunque no quieran admitirlo por la cuenta que les trae, pero que disfrazan con un discurso nacional socialista su intención de hacerse con el 20% del Estado español y luego venderlo al mayor postor. Es un partido más thatcherita que la Thatcher, que no cree en el poder del Estado y que ya ha dejado la mayor parte de la sanidad pública en manos privadas. Pero no se debate eso sino el hecho teórico y poco contrastado de que están sufriendo peor la crisis debido a su contribución desproporcional a las arcas del estado. La manipulación llega a tal dimensión que vemos como salen inmigrantes a la calle para defender su identidad catalana, aunque muchos de ellos estén pendientes de que el Estado español les conceda la nacionalidad, algo que un estado nacionalista catalán podría tardar aún más tiempo en otorgar. Pero de esta forma no se debate la economía sino la identidad y la bandera. Y Artur Mas se queda tan ancho.

Y el discurso de los socialistas tampoco es mucho mejor. De la misma forma que Rajoy no se atreve a presentar a los españoles la realidad que hay que afrontar, la mayoría de los políticos socialistas intentan argüir que no hace falta tanta austeridad y que, en cambio, hay que invertir para que la economía vuelva a crecer. Es un discurso atractivo y no le faltan adeptos, empezando por el Presidente francés, François  Hollande o el nobel, Paul Krugman. De todas formas, a estas alturas de la crisis es un discurso difícil de tragar, más porque la Unión Europea y Alemania dejan a España poco margen para aplicar políticas heterodoxas cuando el paro ya está en el 25% y el déficit está fuera de control. Y aunque se puedan moderar los recortes, la realidad es que todavía habrá que recortar y el debate no es tanto una cuestión de cuánto hay que recortar sino de donde. El propio nombre, ‘socialista’, por otra parte, esconde una especie de manipulación retórica ya que apela a unos valores caducos pero que todavía resuenan entre unos votantes que responden mejor a consignas que a la presentación de datos empíricos sobre la situación en la que estamos y a donde queremos llegar. Llamarse “Partido Social Demócrata” sería más intelectualmente honesto y además le daría una dirección más clara y quizás incluso le ganaría más adeptos de entre los centristas. Los países escandinavos son para muchos un modelo a seguir aunque más allá de la fuerza de sus estados de bienestar, sus economías son, en realidad, bastante más capitalistas que socialistas.

Estamos, sin embargo, atrapados en este continuo debate retórico entre el nacional catolicismo y el nacional socialismo, como si nada hubiera cambiado desde los años 30 del siglo pasado. Es un debate caduco para la inmensa mayoría de la población pero los árboles impiden ver el bosque y así tenemos uno de los países europeos con menos votantes indecisos, en el que los que por muchos años se han definido como partidarios de una u otra banda no cambian nunca de barco o exploran otras opciones políticas alternativas. Si para apoyar una política económica liberal hay que tragar el discurso reaccionario de María Dolores de Cospedal, de Cristina Cifuentes o de Fátima Báñez, cualquier persona normal se lo piensa dos veces. En cambio, si para defender que el Estado regule los mercados financieros, permita un mejor reparto de la riqueza e invierta en I+D hay que votar a un partido cuyos líderes tienen todavía alguna simpatía por tiranos como Fidel Castro o demagogos como Hugo Chávez, que muestran más simpatía por el islamismo más extremista que por el estado de Israel, y que no son capaces de elegir sus propios líderes de manera democrática, también habrá muchos que no lo verán tan claro.

Para poder participar en democracia, primero hay que contar con opciones reales presentadas por partidos que nos cuenten la realidad, que reconozcan cuando hay que tomar decisiones duras y que propongan soluciones a los problemas de los ciudadanos. Para que esto ocurra, quizás tengan primero que desaparecer los partidos hegemónicos actuales, sin embargo, tampoco mi inspiran confianza una Izquierda Unida más castrista que Castro, una UPyD borracha con un discurso centralista que haría enrojecer a José María Aznar o un Equo que más allá de todas sus buenas intenciones, no tiene el discurso de un partido de Gobierno sino de un participante junior dentro de una amplia coalición. Y el peligro es que si los grandes partidos no se dan cuenta de sus errores y rectifican, brotarán cada vez más de estos partidos que, más que contar con un discurso realista, se aprovechan del descontento para sembrar la tierra con más populismo, si cabe. Y con tanta demagogia, ¿quién podrá distinguir los unos de los otros? Nunca hay que olvidar que el propio Chávez llegó fruto de un fallido sistema bipartidista que no daba respuesta a las demandas de los ciudadanos. Si nuestros grandes partidos no dejan de hacer el juego a los discursos guerracivilistas, es bastante obvio que tarde o temprano las nuevas generaciones de votantes mirarán para el otro lado, si todavía no lo han hecho.


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