El 'placer' de emigrar
En el año 2000 emigré a Madrid. Vine a otro país en busca de estudios, en busca de trabajo. En definitiva, en busca de un futuro que quería que fuera distinto al que tendría en mi propia tierra. Vine por el deseo de aventura, por el afán de autodescubrimiento, por las ganas de rociarme de la libertad y la independencia. No fue mi primera aventura, ya había vivido en Argentina y en Cuba -un año en cada caso-, y desde luego no fue un exilio. Fue una decisión tomada con total libertad y con pleno conocimiento de las alternativas. Las razones que me llevaron a realizar el viaje fueron particulares, y únicas a mi caso, y dispuse del privilegio de ser ciudadano de la Unión Europea, de manera que pude disfrutar de mi libertad sin sobresaltos. No tuve que explicar mis motivos a nadie, y menos al control de fronteras del estado español.
Al iniciar mis estudios, conocí a otros tantos jóvenes que habían venido con el mismo deseo de aventura, en muchos casos desde países mucho más lejanos, aunque no todos tenían el mismo objetivo de empezar una vida nueva. Para algunos fue una especie de Erasmus, para otros aún no había quedado claro si venían para quedarse o si pasados los 24 meses que duraría la maestría regresarían a sus respectivos países. En casi todos los casos, el destino de cada uno iba a depender en gran parte de la fortuna. De las posibilidades de integrarse, de encontrar trabajo y de desarrollarse profesionalmente. Ninguno vino para aprovecharse de nada, sino para aprender y para aportar algo a una sociedad que se abría al mundo y necesitaba enriquecerse con los conocimientos y la creatividad ajenas. Todos vinimos como inmigrantes, todos con nuestra propia realidad y todos con los mismos derechos innatos, por mucho que el Estado quisiera valorar a los de unos como superiores a los de otros. En mi caso, mi condición quedó confirmada cuando la policía me expidió una cédula de identidad que llevaba el distintivo de 'extranjería', por mucho que tuviera que escuchar comentarios del tipo, "Tu no eres inmigrante, tu eres europeo", como si de alguna forma procediera de otra raza. Todos vinimos como iguales y quisimos que nos trataran como iguales.
Han pasado 12 años desde entonces. Lamentablemente, muchos de los que vinieron no pudieron quedarse por mucho que quisieran, y también se fueron unos cuantos de los que ya estaban. Si España no es un país de fácil acceso para los inmigrantes, tampoco da muchas facilidades a sus propios ciudadanos. Y no me refiero a la situación actual -mucho más grave- sino a unos años que algunos agraciados recuerdan como una época de bonanza. Para la mayoría, no lo fueron. Simplemente representó una oportunidad para trabajar duro, ganar poco y sobre todo aprender y crecer. Por eso soy eternamente agradecido. Pude, en cierta medida, alcanzar mi sueño y esa suerte se debió no sólo a mi propio empeño sino también a la amabilidad y la generosidad de tanta gente, nacional y foránea, que en estos años se han transformado en parte de mí.
Con el tiempo me dí cuenta de que mi condición de 'extranjero' o de 'inmigrante' era muy relativa, porque muchos españoles también se sienten inmigrantes en su propio país. Cada uno pertenece a su 'tierra', y un andaluz en Barcelona se considera a veces tan 'inmigrante' como un asturiano en Madrid o un francés en Sevilla. La migración es un fenómeno que nos afecta a casi todos en algún momento de nuestras vidas, visto lo difícil que es sembrar continuamente el mismo pedazo de tierra. La vida es cambio y nunca sabemos cuando nos tendremos que mover y en qué dirección. La aventura es permanente.
Como europeos tenemos el gran privilegio de disfrutar de esa libertad, tanto en nuestro continente como en muchos otros donde a menudo nos tratan como inmigrantes de primera clase, con menos trabas para el movimiento que las que sufren los ciudadanos de los países que en términos sociopolíticos se conocen como los del Sur.No es por tener más conocimientos o talento, muchas veces es todo lo contrario. Son prejuicios y tienen que ser erradicados. La inmigración enriquece y nos permite recordar que todos compartimos el mismo planeta. Pone a prueba los intentos de algunos de rodear a los países y continentes con vallas y muros artificiales con tal de poder explotar a unos en beneficio de otros y sin permitir que los ciudadanos accedan en igualdad de condiciones a la riqueza que se genere. Sólo con más inmigración podrá el mundo solucionar sus problemas y acabar de una vez con la intolerancia y el extremismo que empobrece a todos.
Hoy es el Día de Acción Global por los Derechos de los Inmigrantes. Y es por este motivo que quiero aprovechar para recordar mi condición de inmigrante, así como la condición de casi todos los seres humanos que son inmigrantes pasados, presentes o futuros. El mundo es lo que es gracias al movimiento y la comunicación. Ojalá hubiera más movimiento y más comunicación para que pueda parecerse incluso más a la imagen que nos gustaría tener de él. Porque ningún ser humano es inferior a otro y los únicos papeles que necesitamos son nuestros genes, que son la mejor prueba de que el niño que se muere en una patera en el estrecho de Gibraltar es de la misma piel y la misma sangre del empresario que se pasa el invierno esquiando en los alpes suizos y que tiene los mismos derechos de compartir los recursos de esta tan maravillosa tierra que habitamos. Emigremos, pues, para tener un futuro mejor.
Al iniciar mis estudios, conocí a otros tantos jóvenes que habían venido con el mismo deseo de aventura, en muchos casos desde países mucho más lejanos, aunque no todos tenían el mismo objetivo de empezar una vida nueva. Para algunos fue una especie de Erasmus, para otros aún no había quedado claro si venían para quedarse o si pasados los 24 meses que duraría la maestría regresarían a sus respectivos países. En casi todos los casos, el destino de cada uno iba a depender en gran parte de la fortuna. De las posibilidades de integrarse, de encontrar trabajo y de desarrollarse profesionalmente. Ninguno vino para aprovecharse de nada, sino para aprender y para aportar algo a una sociedad que se abría al mundo y necesitaba enriquecerse con los conocimientos y la creatividad ajenas. Todos vinimos como inmigrantes, todos con nuestra propia realidad y todos con los mismos derechos innatos, por mucho que el Estado quisiera valorar a los de unos como superiores a los de otros. En mi caso, mi condición quedó confirmada cuando la policía me expidió una cédula de identidad que llevaba el distintivo de 'extranjería', por mucho que tuviera que escuchar comentarios del tipo, "Tu no eres inmigrante, tu eres europeo", como si de alguna forma procediera de otra raza. Todos vinimos como iguales y quisimos que nos trataran como iguales.
Han pasado 12 años desde entonces. Lamentablemente, muchos de los que vinieron no pudieron quedarse por mucho que quisieran, y también se fueron unos cuantos de los que ya estaban. Si España no es un país de fácil acceso para los inmigrantes, tampoco da muchas facilidades a sus propios ciudadanos. Y no me refiero a la situación actual -mucho más grave- sino a unos años que algunos agraciados recuerdan como una época de bonanza. Para la mayoría, no lo fueron. Simplemente representó una oportunidad para trabajar duro, ganar poco y sobre todo aprender y crecer. Por eso soy eternamente agradecido. Pude, en cierta medida, alcanzar mi sueño y esa suerte se debió no sólo a mi propio empeño sino también a la amabilidad y la generosidad de tanta gente, nacional y foránea, que en estos años se han transformado en parte de mí.
Con el tiempo me dí cuenta de que mi condición de 'extranjero' o de 'inmigrante' era muy relativa, porque muchos españoles también se sienten inmigrantes en su propio país. Cada uno pertenece a su 'tierra', y un andaluz en Barcelona se considera a veces tan 'inmigrante' como un asturiano en Madrid o un francés en Sevilla. La migración es un fenómeno que nos afecta a casi todos en algún momento de nuestras vidas, visto lo difícil que es sembrar continuamente el mismo pedazo de tierra. La vida es cambio y nunca sabemos cuando nos tendremos que mover y en qué dirección. La aventura es permanente.
Como europeos tenemos el gran privilegio de disfrutar de esa libertad, tanto en nuestro continente como en muchos otros donde a menudo nos tratan como inmigrantes de primera clase, con menos trabas para el movimiento que las que sufren los ciudadanos de los países que en términos sociopolíticos se conocen como los del Sur.No es por tener más conocimientos o talento, muchas veces es todo lo contrario. Son prejuicios y tienen que ser erradicados. La inmigración enriquece y nos permite recordar que todos compartimos el mismo planeta. Pone a prueba los intentos de algunos de rodear a los países y continentes con vallas y muros artificiales con tal de poder explotar a unos en beneficio de otros y sin permitir que los ciudadanos accedan en igualdad de condiciones a la riqueza que se genere. Sólo con más inmigración podrá el mundo solucionar sus problemas y acabar de una vez con la intolerancia y el extremismo que empobrece a todos.
Hoy es el Día de Acción Global por los Derechos de los Inmigrantes. Y es por este motivo que quiero aprovechar para recordar mi condición de inmigrante, así como la condición de casi todos los seres humanos que son inmigrantes pasados, presentes o futuros. El mundo es lo que es gracias al movimiento y la comunicación. Ojalá hubiera más movimiento y más comunicación para que pueda parecerse incluso más a la imagen que nos gustaría tener de él. Porque ningún ser humano es inferior a otro y los únicos papeles que necesitamos son nuestros genes, que son la mejor prueba de que el niño que se muere en una patera en el estrecho de Gibraltar es de la misma piel y la misma sangre del empresario que se pasa el invierno esquiando en los alpes suizos y que tiene los mismos derechos de compartir los recursos de esta tan maravillosa tierra que habitamos. Emigremos, pues, para tener un futuro mejor.