Esto es lo que que deben hacer los gobiernos para resolver el problema migratorio
Los problemas normalmente no surgen de la nada, sino son consecuencia de los modelos y sistemas que como seres humanos hemos creado. Lo mismo ocurre con el 'problema' migratorio, cuyos orígenes remontan a la época de los griegos, que pusieron los primeros cimientos al concepto de ciudadanía tal y como hoy la entendemos. Muchos siglos después surgieron los nacionalismos, aunque en África las personas ya se organizaban en tribus, y en India se dividían en castas, que era un concepto similar en tanto que representaba la división de la sociedad en grupos, y por tanto, de allí surgían los conflictos que tantos baños de sangre han producido a lo largo de la historia. Y eso sin mencionar el papel de las religiones a la hora de fracturar la sociedad en identidades dispares.
De la historia del colonialismo y de la primera y segunda guerra mundial, no voy a entrar en detalle. Todos ya la conocemos bastante bien. Sin embargo, llegada la paz, las sociedades europeas no tardaron en crear nuevas estructuras que reforzarían la idea de que por haber nacido en un determinado lugar de la tierra nuestros derechos eran distintos. El estado de bienestar supuso la intromisión del estado en la satisfacción de nuestras necesidades básicas: principalmente la educación, la sanidad, las pensiones y los servicios sociales. Esta estructura llevaba implícito que los ciudadanos de un país, por el mero hecho de haber nacido allí o por haber adquirido la condición de ciudadano por otra vía , tenían derecho a unos servicios a cambio de las contribuciones obligadas que hacían a los arcos del estado.
Desde aquel momento, casi siempre que se habla del estado de bienestar se sobrentiende que los servicios que se ofrecen tienen un precio, y que por tanto un límite a la oferta que no se puede gestionar de la misma forma que se gestiona la oferta y la demanda en las sociedades capitalistas: es decir, a través de ajustes en el precio al consumidor. Y por ende, los gobiernos tenían que buscar otra manera de poner coto a la demanda, que principalmente consistía en limitar la carta de servicios o en restringir el acceso para determinados colectivos.
De ahí, en mi humilde opinión, se sembraron las semillas del actual conflicto sobre la inmigración. En las sociedades acostumbradas a un concepto de ciudadanía basada en derechos de acceso a determinados servicios, la eliminación de las fronteras a la inmigración generaría una situación de saturación de los servicios públicos y por consiguiente los ciudadanos 'de pleno derecho' se verían abocados a una pérdida de garantías y de calidad de vida.
Por supuesto, todo lo que he escrito hasta aquí es discutible. En sociedades que envejecen, como es el caso de la española, y a menos que se revierta la tendencia en materia de natalidad -un reto difícil teniendo en cuenta los cambios sociales y, en cualquier caso, una misión a largo plazo-, hacen falta inmigrantes productivos que generen riqueza para la sociedad y expresado de manera cruda, contribuyan a a la financiación del estado de bienestar. Mucho se ha dicho de cuanto contribuyen los inmigrantes, e incluso los refugiados, a la economía. Sin embargo, creo que cualquier persona con dos dedos de frente entenderá que, por mucho que hagan falta inmigrantes, la inmigración se trata de un fenómeno que hay que controlar. No tanto por las estadísticas, sino porque la convivencia difícilmente se mantiene cuando el perfil de la población de una ciudad se transforma a un ritmo mayor de lo que es capaz de asumir el ciudadano medio. Es decir, si se necesitan inmigrantes hay que fomentar la inmigración regular, y a un ritmo sostenible para el modelo de la sociedad en la que queremos vivir; y adoptando medidas para prevenir la entrada ilegal desde otros países.
Ni que decir tiene que las sociedades que han sufrida una mayor contestación social por la entrada de inmigrantes son las que otorgan más derechos a sus ciudadanos por el mero hecho de ostentar esta condición. No es el caso de España en la misma medida que sí lo es en Alemania o el Reino Unido, porque en nuestro país los subsidios como el paro son condicionados al hecho de haber cotizado, y hay ciertas limitaciones -aunque algunos dirían que no suficientes- al acceso a la sanidad pública. Vamos, que los refugiados que llegan a nuestro país tienen escasas ventajas frente a los que llevamos gran parte de la vida trabajando.
También es cierto que el ritmo de llegadas suele variar en función de la situación económica del país. A partir de 2008 la inmigración neta entró en números negativos por la crisis, y sólo ahora se empieza a revertir la tendencia. Por mucho que el Gobierno y los partidos de la oposición hablen de una situación alarmante, lo es más por la suerte que corren los que intentan llegar por mar que por el impacto en la población en general. De todas formas, ya hemos visto que una cosa son las estadísticas y las opiniones de los expertos, y otra cosa la percepción de la sociedad en su conjunto. En democracia la opinión pública importa, -valga la redundancia- y aunque los políticos deberían evitar la demagogia, al final a quien tienen que rendir cuentas es a la ciudadanía. Y en este caso, medidas sí tienen que tomar para que no sólo parezca que la situación esté bajo control sino que realmente esté bajo control. Ya hemos visto el impacto que ha tenido la inmigración en el Reino Unido en el referendum sobre la permanencia en la Unión Europea o en el auge de la ultraderecha en los países nórdicos, donde el debate no se limita a la sostenibilidad del estado de bienestar sino se extiende también a una cuestion de valores, donde sociedades avanzadas y progresistas se ven amenazadas por actitudes retrógradas sobre temas como la mujer o la libertad social por parte de algunas de las nuevas llegadas. Y eso sin entrar en el debate de si o no el terrorismo es consecuencia de las políticas liberales en materia de inmigración. Personalmente, creo que es más un problema de integración de los de segunda y tercera generación, pero eso sería tema para otro artículo.
Tampoco nos debemos olvidar que la inmigración no es un fenómeno puramente europeo. En África, Asia y América Latina, los inmigrantes que intentan llegar a Estados Unidos, a Australia o a Europa son sólo una pequeña parte del problema. También hay fuertes migraciones entre los diferentes países de aquellos continentes, y por muy fácil que sea para sus políticos culpar a los países ricos con la boca grande, algunos de los mismos celebran en privado iniciativas como las de Trump porque para ellos cualquier medida que desincentive la inmigración ilegal a Europa o Estados Unidos también desincentiva la llegada a sus países de ciudadanos de países aún más pobres en su largo peregrinaje hacia el norte.
Los estados europeos son cada vez menos soberanos en lo económico, atrapados en un mundo interconectado, por tanto el debate democrático suele centrarse en cuestiones como la ética, los derechos civiles o la inmigración. Los políticos, que tienen acceso a más información que el ciudadano de a pie, tienen que cuadrar el círculo de estas demandas, mediante soluciones sensatas que tengan en cuenta la realidad objetiva. Y no poner en juego las vidas de los más pobres del planeta por un puñado de titulares.
De la historia del colonialismo y de la primera y segunda guerra mundial, no voy a entrar en detalle. Todos ya la conocemos bastante bien. Sin embargo, llegada la paz, las sociedades europeas no tardaron en crear nuevas estructuras que reforzarían la idea de que por haber nacido en un determinado lugar de la tierra nuestros derechos eran distintos. El estado de bienestar supuso la intromisión del estado en la satisfacción de nuestras necesidades básicas: principalmente la educación, la sanidad, las pensiones y los servicios sociales. Esta estructura llevaba implícito que los ciudadanos de un país, por el mero hecho de haber nacido allí o por haber adquirido la condición de ciudadano por otra vía , tenían derecho a unos servicios a cambio de las contribuciones obligadas que hacían a los arcos del estado.
Desde aquel momento, casi siempre que se habla del estado de bienestar se sobrentiende que los servicios que se ofrecen tienen un precio, y que por tanto un límite a la oferta que no se puede gestionar de la misma forma que se gestiona la oferta y la demanda en las sociedades capitalistas: es decir, a través de ajustes en el precio al consumidor. Y por ende, los gobiernos tenían que buscar otra manera de poner coto a la demanda, que principalmente consistía en limitar la carta de servicios o en restringir el acceso para determinados colectivos.
De ahí, en mi humilde opinión, se sembraron las semillas del actual conflicto sobre la inmigración. En las sociedades acostumbradas a un concepto de ciudadanía basada en derechos de acceso a determinados servicios, la eliminación de las fronteras a la inmigración generaría una situación de saturación de los servicios públicos y por consiguiente los ciudadanos 'de pleno derecho' se verían abocados a una pérdida de garantías y de calidad de vida.
Por supuesto, todo lo que he escrito hasta aquí es discutible. En sociedades que envejecen, como es el caso de la española, y a menos que se revierta la tendencia en materia de natalidad -un reto difícil teniendo en cuenta los cambios sociales y, en cualquier caso, una misión a largo plazo-, hacen falta inmigrantes productivos que generen riqueza para la sociedad y expresado de manera cruda, contribuyan a a la financiación del estado de bienestar. Mucho se ha dicho de cuanto contribuyen los inmigrantes, e incluso los refugiados, a la economía. Sin embargo, creo que cualquier persona con dos dedos de frente entenderá que, por mucho que hagan falta inmigrantes, la inmigración se trata de un fenómeno que hay que controlar. No tanto por las estadísticas, sino porque la convivencia difícilmente se mantiene cuando el perfil de la población de una ciudad se transforma a un ritmo mayor de lo que es capaz de asumir el ciudadano medio. Es decir, si se necesitan inmigrantes hay que fomentar la inmigración regular, y a un ritmo sostenible para el modelo de la sociedad en la que queremos vivir; y adoptando medidas para prevenir la entrada ilegal desde otros países.
Ni que decir tiene que las sociedades que han sufrida una mayor contestación social por la entrada de inmigrantes son las que otorgan más derechos a sus ciudadanos por el mero hecho de ostentar esta condición. No es el caso de España en la misma medida que sí lo es en Alemania o el Reino Unido, porque en nuestro país los subsidios como el paro son condicionados al hecho de haber cotizado, y hay ciertas limitaciones -aunque algunos dirían que no suficientes- al acceso a la sanidad pública. Vamos, que los refugiados que llegan a nuestro país tienen escasas ventajas frente a los que llevamos gran parte de la vida trabajando.
También es cierto que el ritmo de llegadas suele variar en función de la situación económica del país. A partir de 2008 la inmigración neta entró en números negativos por la crisis, y sólo ahora se empieza a revertir la tendencia. Por mucho que el Gobierno y los partidos de la oposición hablen de una situación alarmante, lo es más por la suerte que corren los que intentan llegar por mar que por el impacto en la población en general. De todas formas, ya hemos visto que una cosa son las estadísticas y las opiniones de los expertos, y otra cosa la percepción de la sociedad en su conjunto. En democracia la opinión pública importa, -valga la redundancia- y aunque los políticos deberían evitar la demagogia, al final a quien tienen que rendir cuentas es a la ciudadanía. Y en este caso, medidas sí tienen que tomar para que no sólo parezca que la situación esté bajo control sino que realmente esté bajo control. Ya hemos visto el impacto que ha tenido la inmigración en el Reino Unido en el referendum sobre la permanencia en la Unión Europea o en el auge de la ultraderecha en los países nórdicos, donde el debate no se limita a la sostenibilidad del estado de bienestar sino se extiende también a una cuestion de valores, donde sociedades avanzadas y progresistas se ven amenazadas por actitudes retrógradas sobre temas como la mujer o la libertad social por parte de algunas de las nuevas llegadas. Y eso sin entrar en el debate de si o no el terrorismo es consecuencia de las políticas liberales en materia de inmigración. Personalmente, creo que es más un problema de integración de los de segunda y tercera generación, pero eso sería tema para otro artículo.
Tampoco nos debemos olvidar que la inmigración no es un fenómeno puramente europeo. En África, Asia y América Latina, los inmigrantes que intentan llegar a Estados Unidos, a Australia o a Europa son sólo una pequeña parte del problema. También hay fuertes migraciones entre los diferentes países de aquellos continentes, y por muy fácil que sea para sus políticos culpar a los países ricos con la boca grande, algunos de los mismos celebran en privado iniciativas como las de Trump porque para ellos cualquier medida que desincentive la inmigración ilegal a Europa o Estados Unidos también desincentiva la llegada a sus países de ciudadanos de países aún más pobres en su largo peregrinaje hacia el norte.
Los estados europeos son cada vez menos soberanos en lo económico, atrapados en un mundo interconectado, por tanto el debate democrático suele centrarse en cuestiones como la ética, los derechos civiles o la inmigración. Los políticos, que tienen acceso a más información que el ciudadano de a pie, tienen que cuadrar el círculo de estas demandas, mediante soluciones sensatas que tengan en cuenta la realidad objetiva. Y no poner en juego las vidas de los más pobres del planeta por un puñado de titulares.