¿Quién mató al capitalismo?
Mientras
unos debaten el Socialismo del Siglo XXI
y otros reclaman un mundo alternativo alejado de los dos extremos ideológicos
tradicionales, nadie encuentra respuesta a otra gran pregunta de nuestra era:
¿Quién ha acabado con el capitalismo? Y es que el modelo capitalista que
mantuvo a la economía funcionando desde la revolución industrial se ha
derrumbado y ha sido sustituido por otro modelo que algunos definen como la economía de Internet, aunque tecnología
tiene mucho y economía, salvo en el sentido del ‘ahorro’, tiene más bien poco.
A
ver si me explico: Todo esto empezó en algún momento a mediados de los años ’90
cuando el uso de Internet empezó a generalizarse en los países avanzados y
algunos empresarios –principalmente de los medios de comunicación, aunque luego
se extendería a otros sectores- tuvieron la genial idea de compartir el
conocimiento de todos de forma ‘pro bono’, es decir sin cobrar un duro. Hasta
aquel momento, una parte importante de la población –entre la que me incluyo– invertía
una media de unos 40 euros por cabeza y mes (unas 6000 pesetas) en prensa
escrita. Gracias a estos millones de inversores, existía un sector muy
profesionalizado que daba empleo a cientos de miles de personas y echaba luz
sobre las actividades de las empresas y los responsables públicos. Un negocio
capitalista, sin lugar a dudas, controlado por los grandes magnates de la
comunicación, y que se basaba en el concepto de cobrar por un servicio útil
para la sociedad y así generar una riqueza inmensa, una parte de la cual, es
cierto, se reinvertía en causas sociales y otra parte en actividades menos
benéficas. Un modelo criticable como todos pero que permitía a muchas personas de
clase media dedicarse a una actividad profesional apasionante y a vivir
moderadamente bien.
Pues,
a mediados de los ’90 casi de la noche a la mañana esos mismos empresarios se
dieron cuenta de que esa información, de la que dependían las democracias
liberales para su buen funcionamiento, se podía ofrecer de forma electrónica a
través de Internet. Y para impulsar ese nuevo modelo decidieron ofrecer los
mismos contenidos por los que hasta entonces cobraban de forma totalmente gratuita.
Por consiguiente, los que antes gastábamos unos 40 euros mensuales en información
no dejamos de gastar esa cantidad, pero no la invertimos en información sino en
cables de fibra óptica. Ya no se enriquecían los Murdoch y los Polancos sino
los Aliertas y los Villalongas y el fenómeno empezó a contagiarse a otros
sectores que también vieron como podían ganar audiencia y visibilidad si ofrecían
sus servicios en forma altruista o en el mejor de los casos, financiados por la
publicidad. Una publicidad ofrecida por empresas que también prestaban sus
servicios bien de forma gratuita o bien por unos precios cada vez más reducidos
de manera que se formaba un círculo vicioso con cada vez menores niveles de
consumo y menos dinero para los sectores que daban sustento a gran parte de la
población.
Por
supuesto la gente seguía gastando. Bueno, unos siguieron gastando. Unos pocos.
Los ricos empezaron a invertir, no en bienes tangibles, sino en sectores
especulativos como la construcción o los mercados financieros a la espera de
cosechar gran riqueza. Sin embargo, tal y como se descubriría unos años más
tarde, se trataba de poco más que de hilo de algodón; de humo, que con soplar
un poco desaparecería y nos dejaría con un paisaje desértico y unas economías
completamente empobrecidas en las que todos los bienes, tanto tangibles como
intangibles, se habían financiado a base de deuda y el crédito llamaba la
atención por su ausencia.
Y
es que hoy, en Europa y Estados Unidos, no nos queda nada. Como nos explicó la
revista, The Economist, en un especial de la semana pasada, el nivel de
innovación en los países industrializados está en sus horas más bajas. La
supuesta ‘revolución’ de Internet no ha transformado de manera significativa
nuestra forma de vivir si la comparamos con las transformaciones anteriores
cuando, por ejemplo, se mejoraron los sistemas de sanitación o se inventaron
los equipos modernos de refrigeración y de conservación de los alimentos. Si
estas anteriores revoluciones supusieron transformaciones que permitieron a los
países crecer, enriquecerse y competir, la actual ha servido para desvalorizar
el capital intelectual de las economías más avanzadas, para deslocalizar el empleo a las economías
más baratas y para enriquecer a unos pocos desarrolladores exitosos de hardware
y aplicaciones quienes pueden beneficiarse de unas economías de escala
realmente enormes mientras el ciudadano de a pie medianamente formado tiene que
luchar con cada vez mayor dureza para llegar a fin de mes.
Ahora algunos se han dado cuenta de su error y quieren volver a
cobrar por su esfuerzo. Sin embargo, el consumidor español que ha dejado de
gastar sus 40 euros al mes en prensa para invertirlos en negocios más
especulativos hoy no está dispuesto a gastar ni 40 euros al año a cambio de
obtener información de calidad a través de los medios electrónicos. Cree que
así puede informarse mejor y sin gastar un duro. Pero, ¿qué hay de verdad en
eso? ¿De verdad estamos mejor informados cuando la mayor parte de los
internautas se informan a través de unas redes sociales llenas de noticias
falsas publicadas por fuentes anónimas sin credibilidad alguna, y sin que medie
un periodista profesional para analizar y contrastar la información. Con todo
el respeto hacia los internautas, cuando observo su capacidad –o más bien la
falta de ella- de contrastar noticias de otros usuarios de las redes sociales,
no me inspira ninguna confianza, y menos cuando veo que ni siquiera los
periodistas mal pagados del mayor periódico del país se muestran capaces de evitar
la publicación en portada de una fotografía que dos semanas antes había
demostrado ser falsa. Y hasta la BBC ha visto como su credibilidad se ha puesto
en tela de juicio ante el hecho de que una de las mayores organizaciones
periodísticas del mundo no haya sido capaz de darse cuenta de que durante más
de 30 años empleaba a uno de los peores pederastas y violadores de la historia.
Hace
pocos años las empresas y los particulares tenían que gastar dinero para poder
contar con determinados recursos de fiabilidad. En la redacción de un
periódico, en una agencia de comunicación, en un bufete de abogados hacía falta
invertir en bibliotecas, en diccionarios, en enciclopedias… para que los
profesionales pudieran informarse y ejercer su labor medianamente bien. Ahora
estos conocimientos y recursos han desaparecido y creemos que lo que nos ofrece
Internet es mejor y que encima es gratis. Pues, no. No es mejor. Es bastante
peor, y nos hace pensar que cualquier persona puede convertirse en experto sobre
cualquier tema a través de su navegador. ¿Para qué pagar a un médico si con
unos clics podemos consultar a una red de hipocondríacos? ¿Para qué pagar a un
abogado si a través de Facebook podemos pedir los consejos de un estafador
profesional? ¿Para qué comprar un periódico si Twitter está llena de ciudadanos
histéricos cargando contra todos los estamentos de la sociedad, muchas veces sin
base ni fundamento? ¿Para qué querer convertirnos en una economía basada en el
conocimiento si podemos transformarnos en una sociedad de imbéciles y encima
creernos los más listos?
En
1995 en Cuba, vi como la llegada de dólares del exterior había transformado un
modelo socialista desastroso en otro en el que convivían dos economías
separadas. Por un lado, había médicos, profesores, arquitectos y científicos
con unos niveles de formación altísimos pero que no se veían compensados
económicamente por su trabajo. Y por otra, una sociedad en la que una ama de
casa podía pasteles en puestos callejeros y ganar bastante más que un cirujano.
Hoy veo pasar algo parecido en los países avanzados. No se respeta la educación
ni los conocimientos. Los médicos y profesores están en huelga mientras los
futbolistas se sienten ‘tristes’ con sus salarios multimillonarios. El esfuerzo
y el talento no se ven compensados y los jóvenes preferirían ser ignorantes
pero ricos, como Berlusconi, que conseguir grandes hazañas para la sociedad
cuando saben de antemano que no se respetará ni se valorará su esfuerzo, y que
en muchos casos ni siquiera cotizarán a la Seguridad Social. El capitalismo tuvo
tanto éxito porque premiaba al esfuerzo. ¿Quién tuvo la genial idea de acabar
con esa filosofía y qué vamos a construir en su lugar?
Que
no piensen que no reconozco los beneficios de la Red. Es una herramienta de
comunicación muy útil pero sólo empezaremos a beneficiarnos de esa utilidad
cuando nos demos cuenta de que, por mucho que haya cambiado el canal, no ha
cambiado el concepto de la información. Y en una sociedad capitalista y de
libre mercado, la información, al igual que hace medio siglo, tiene un precio.
En los países realmente capitalistas lo empiezan a comprender. El New York Times y el Financial Times ya han dado con un modelo de negocio generador de
beneficios y que se basa, como debe ser, en cobrar por los contenidos. E
incluso la industria discográfica británica no lo está pasando tan mal como en
otros países porque los ciudadanos siguen estando dispuestos a pagar por
productos de calidad. En España, en cambio, se exige tener todo regalado, menos
las entradas para el Bernabeú. Y si esa mentalidad no cambia, pronto dejaremos de
ser un país de primer mundo. Las clases medias no vivimos del aire.
Entendámoslo y obremos en consecuencia.