Nacionalismos caducos y francamente peligrosos en la sociedad global
No
recuerdo quien dijo que el mejor antídoto al nacionalismo era tener un
pasaporte. Una de las principales ventajas de viajar y de conocer otros países,
más allá de los tópicos que enseñan las guías turísticas, es que por el camino
conoces a muchas personas y te das cuenta de que tenemos más cosas en común que
lo que nos intentan hacer creer. Y viajar de verdad significa cada vez más
salir no sólo de tu propio país sino también de la Unión Europea, que
rápidamente se va convirtiendo en una región más homogénea en la que, para bien
o para mal, y a pesar de los obstáculos, se va formando una identidad propia
más allá de la identidad nacional de cada uno de los países que la componen.
Es
algo que no vemos con tanta claridad cuando estamos en casa. Los medios de
comunicación nos intentan transmitir que los alemanes son expansionistas; los franceses,
chauvinistas; los británicos, insulares; los griegos perezosos, etc. Y son
demasiados los que se lo creen. Sin embargo, cuando he viajado fuera de Europa
y he conocido alemanes, franceses, italianos, suizos,… de inmediato he
encontrado muchos más lugares comunes que los que me pueden vincular con un
norteamericano, un chino o un indonesio. Lo que no quiere decir que no tenga
también una afinidad con las gentes de estos países, o que no cuente con muy
buenos amigos de algunos de ellos, sino que tendría que viajar aún más lejos
para ver las cosas suficientemente en perspectiva y para darme cuenta de todos
los factores que nos unen como seres humanos. Todos somos seres humanos pero
cuanto más cercanos geográfica y políticamente, mayor afinidad cultural
tenemos. ¿No es ya bastante obvio como para tener que repetirlo?
La
internacionalización de la sociedad es imparable. Sin embargo, el ritmo no es
igual para todos. El programa, Erasmus, ha permitido mejorar el intercambio
cultural (e incluso el de genes – dicen que las mujeres españolas y los hombres
italianos los que más), entre los distintos países europeos de manera que
nuestros políticos deberían, en teoría, aunque no parece que haya funcionado en
la práctica, por lo menos haber roto algunos de sus prejuicios respecto a sus
países vecinos. Y mi país es tal vez el que menos lecciones puede dar en ese
sentido, aunque dicha afirmación sea también la retransmisión de un prejuicio –
Los franceses o los alemanes, más allá de las palabras bonitas, defienden
ferozmente sus intereses en las instituciones europeas y muchas veces les
interesa retratar a los demás como los intransigentes para así avanzar en sus
propios objetivos nacionales.
Los
británicos que no viajan creen que tienen más en común con los norteamericanos
que con los franceses o los italianos. Quizás en algunos casos sea verdad, no
lo niego, sin embargo, poder divertirnos con las mismas películas y en la misma
lengua sigue siendo una manera muy superficial de conocer a un país. Muchos
aspectos de la vida norteamericana tienen poco o nada que ver con la inglesa; y
no sólo me refiero a la ‘América profunda’. Aunque el Reino Unido se ha transformado
en los últimos 50 años en una sociedad realmente multicultural, Londres todavía
dista mucho de ciudades como Nueva York o Chicago, en las que se da mucho más
importancia al mérito que a la clase social. Como sociedad construida por medio
de la inmigración, Estados Unidos tiene enormes diferencias respecto al Reino
Unido, una sociedad tradicional del modelo europeo en el que los inmigrantes,
incluso los nacionalizados, no siempre se consideran ciudadanos de plenos
derechos. (Lo digo no por mi experiencia sino por lo que me han contado
personas no británicas que han vivido en ambos países).
Tener
el lujo de poder viajar y percibir estas diferencias y similitudes enriquece y
proporciona mayor amplitud de miras a cualquiera. Sin embargo, el migrante
sigue encontrando que la gente le valora no según su propia identidad como
persona sino según la percepción que se tiene de su país de origen. Empobrece
el debate cuando al criticar algo que te parece incorrecto, injusto o
simplemente mejorable en tu país de residencia, te responden que tú no eres
nadie para dar ejemplo a la vista de lo que pasa en tu país. Pero es aún peor
cuando, por razones de objetividad, tu opinión coincide con la de tus
gobernantes y por ello te tachan de ‘nacionalista’. No, no por no identificarnos
con un nacionalismo propio tenemos que tragar las locuras de los nacionalismos
o populismos foráneos. Hay que buscar la verdad, y a veces es muy escurridiza.
Todos
somos capaces de ejercer diferentes niveles de objetividad al analizar y
criticar las cosas que pasan a nuestro alrededor, sin embargo, por encima de
nuestra identidad como pertenecientes a una nación o a un Estado, somos seres
humanos con las mismas necesidades, deseos y sueños que el resto de la
humanidad. Somos responsables de la actuación de nuestros políticos porque
vivimos en democracia y les elegimos, pero eso no quiere decir que por pertenecer
a un país tengamos que estar de acuerdo con y defender a capa a espada todo lo
que hagan o digan nuestros políticos, o sentirnos ofendidos cuando otros les
critiquen.
Precisamente,
hace unos cuantos años, mientras conversaba con unos compañeros
estadounidenses, estos mostraron sorpresa cuando critiqué con dureza
determinadas actitudes de mis conciudadanos. “Cómo puedes hablar así de tu patria”, me recriminaron. Es
precisamente una de las virtudes que tenemos los europeos. Nuestra historia
común nos ha dado suficientes lecciones para que desconfiemos de las recetas de
nuestros gobernantes y cuestionemos los valores ‘oficiales’ de nuestra
sociedad. Y poder hacerlo en libertad es fundamental para la democracia, y algo
por el que tenemos que luchar especialmente en estos momentos de gran dureza a
nivel regional y global.
Los
nacionalismos son caducos. El concepto de patria, no. Todos tenemos un sentido
de pertenencia a algo, pero tenemos derecho a definir ese algo a nuestra
manera, sin tener que izar las banderas o repetir las consignas nacionalistas
de nuestros gobernantes.
Muchos
de nuestros políticos han cursado Erasmus, y gracias a ello tenemos una mayor
garantía de paz en nuestro tiempo. Sin embargo, poco conocen de la vida más
allá de las fronteras europeas. Igual habrá que pedirles que aprovechen un poco
más su pasaporte antes de llegar a los más altos niveles institucionales.
Quizás así será posible que haya menos guerras y que los que no tenemos nada
que ver con la política, pero sí hemos viajado, no tengamos que enrojecernos
cada vez que abramos el periódico y veamos como nuestros dirigentes intentan crear
falsas enemistades con países con los que los ciudadanos normales podemos
sentir una afinidad como seres humanos. En definitiva, acabar con esa tan fea costumbre
de la clase política que no ha evolucionado desde la Edad Media de construir y
romper alianzas a su antojo, y de enfrentarnos con nuestros hermanos de forma
brutal e innecesaria.