¿Quién tiene la culpa de todo?


Estamos obsesionados; no, peor, diría que estamos enfermos con la necesidad de encontrar culpables de la crisis económica que nos asola. Cuando las cosas van mal, los humanos siempre buscamos consuelo en la búsqueda del chivo expiatorio. “¡Alguien tiene que tener la culpa!”

Por supuesto los más débiles no tienen la culpa. Incluso en la época de bonanza tenían que luchar para llegar a fin de mes, y muchos de ellos se dejaron caer en la tentación de aceptar préstamos y otros instrumentos financieros que con el tiempo volverían en su contra. Se les podría tildar, cruelmente, de ingenuos, pero cuando tienes pocos recursos, tienes que mantener una familia y no quieres terminar en la calle, intentas no perder nunca la dignidad o la sensación de que algo valen tus esfuerzos. Si para tener casa, por muy modesta que sea, hay que aceptar un préstamo que no terminarás de amortizar hasta dentro de cuarenta años, para muchos esta opción sigue siendo un salvavidas. Y si el director de tu banco te dice que te lo puedes permitir, ¿quién no se lo va a creer? Nosotros somos meros mortales pero se supone que el banquero tiene un puesto de responsabilidad y si él decía que nos lo podíamos permitir, ¿quién iba a pensar otra cosa?

¿Pero entonces es la culpa del director del banco? Puede que en parte que sí, sin embargo, él sólo forma parte de una cadena muy larga y compleja y probablemente ni él sabía a ciencia cierta qué pasaba con la deuda de sus clientes, ni que ésta se vendía a otras entidades para crear instrumentos cada vez más complejos que luego se revendían sin que tuvieran valor alguna y sin que algún regulador en algún momento del proceso se levantara y dijera, “Oiga usted, eso que quiere vender son las deudas de particulares que muy difícilmente vayan a poder devolver el dinero prestado”.

“Ajá”, os oigo decir. “Entonces, la culpa será de los reguladores”.

Pues, podría seguir con una larga lista de culpables de nuestras desgracias, que si George Bush, que si Bill Clinton, que si José Luis Rodríguez Zapatero, que si el Primer Ministro de Islandia… De todas formas, ¿a dónde vamos a llegar con esto? Pues, sólo a la creciente indignación, cada vez más seguros de que todo lo que nos pasa no tiene nada que ver con nosotros sino, con “los que mandan”.

Y es que creemos que ya no mandamos nada en este mundo, que los que mandan son otros. No tenemos ningún control sobre nuestras vidas, simplemente tenemos que sentarnos a rezar que alguien allí arriba, en la Oficina Oval, en Wall Street o en el Banco Mundial haga las cosas de manera que a nosotros nos salga mejor. Aunque luego descubramos la verdad amarga de que esa persona a la que rezábamos no nos escuchaba porque se encontraba distraído en un prostíbulo.

Ya no creemos en Dios pero seguimos pensando que alguien es culpable de todo lo que nos ocurre, que hay alguien allí arriba que tiene que rendir cuentas por todas las desgracias del mundo. Nos olvidamos de que lo único que hay son más personas falibles,  iguales que nosotros, y que en muchos casos las personas que han llegado a lo más alto son los mismos que empezaron más bajos que nosotros, que se encontraron en lo más alto de la torre sólo para darse cuenta de que todo el edificio estaba fabricado en hilo de algodón y que no tenían ni idea qué pasaba o quien hacía qué en los niveles inferiores.

El fallo del sistema no es que haya personas corruptas, aunque la corrupción desde luego es un síntoma muy grave. El problema es que hemos construido algo demasiado complejo para la comprensión humana. Todos somos expertos en algo, o por lo menos así lo creemos, sin embargo no somos capaces de ver el todo. ¿Y quién querrá verlo si luego de alguna forma habría que arreglarlo todo?

Lo único que podemos hacer es poco a poco ir buscando los fallos e intentar arreglarlos para que no haya cada 10 años una nueva crisis, y cada vez más grave. Sin embargo, mientras sigamos pensando que con meter en la cárcel a un dirigente islandés, al banquero que le asesoró, al regulador que no reguló al banquero,... al propietario que pagó más por su vivienda que la cantidad que declaró,… lo único que vamos a conseguir es que todos estemos presos sin haber ayudado que la humanidad progrese un milímetro sino más bien al revés.

Creemos que no tenemos control sobre nuestras vidas pero sí las podemos controlar. Cada día tenemos que tomar decisiones importantes, y mientras nos guiemos sólo por tomar las decisiones que nos permitan sobrevivir un día, una semana o un mes más como individuos, flaco favor estaremos haciendo a la sociedad en su conjunto.

Si pensamos como individuos, sólo tenemos una garantía, y esa garantía es que dentro de unos años nos vamos a morir. En cambio, si pensamos como sociedad, al igual que lo hacen las abejas o las hormigas, podemos tener la confianza de que el esfuerzo conjunto podrá garantizar la supervivencia de la especia por muchos años más.

Cuando lleguemos a ese punto, tendremos que hacer muchas cosas, cambiar muchos hábitos y asumir que lo más importante es el bien común. Ya no valdrá decir, “Vale, trabajo como esclavo pero por lo menos me da de comer”. Se convertirá en una necesitad vital luchar por cambiar las cosas y dejar de doblegarse ante la manipulación de los egoísmos. Nos haremos más fuertes, más vivos, más alegres,… porque ya no aceptaremos hacer cosas que nuestro cuerpo no nos pida. Seremos capaces de escuchar a los demás, porque nuestra opinión ya no lo será todo.

¿Es una utopía? Supongo que sí. Pero si no soñamos con utopías, sólo nos queda seguir  la habitual senda de destrucción.

Sólo falta añadir que la imposición no genera el cambio sino agrava la enfermedad. El cambio tiene que venir desde dentro. ¿Seremos capaces de abrir cada día un poquito más los ojos? 

¿De hablar con valor y no por interés, de expresar lo que nos dice el alma y no sólo la cabeza?

Si el que lee esto acepta una parte de mi conclusión, eso quiere decir que también acepta, al menos en parte, que el culpable de todo esto no está en Islandia, y que sí nos queda algo de soberanía para construir cada uno a su manera un mundo mejor. Me pregunto por qué Stephane Hessel decidió titular su libro, “¡Indignaos!” Es una expresión tonta. Tenía que haber dicho, “¡Levantaos!”, “¡Despertaos!” u otra cosa así. La indignación no sirve para nada. Es sólo síntoma de la sensación de desolación y de que toda la culpa es de los demás.

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