Déja-vu
Ayer
por la tarde, durante el viaje de regreso de la Alpujarra granadina donde he
pasado los últimos días practicando el senderismo, un compañero de grupo nos expuso
el estado deplorable de los servicios públicos en Madrid. A modo de ejemplo,
nos informó de que hace ya tiempo el Ayuntamiento había derribado el
polideportivo de Chamartín, en la Avenida Pío XII. Para mí fue un duro golpe enterarme
de la desaparición de la única piscina pública de tamaño olímpico de Madrid,
que se suma al cierre y demolición de las instalaciones de La Latina hace dos o
tres años con motivo de una reforma que nunca se ha llegado a realizar.
Enseguida,
me acordé de mi infancia en el barrio londinense de Richmond. Con la llegada de
Margaret Thatcher al poder, se decidió que los deportes no eran un servicio prioritario
y se procedió al cierre o el abandono de la casi totalidad de las instalaciones
públicas de la capital británica. Recuerdo que me marcó especialmente el cierre
del histórico palacio de hielo de Richmond, lugar donde de pequeño había visto
a los míticos Jayne Torvill y Christopher Dean conquistar todos los récords en
patinaje artístico. Sin embargo, aquello fue sólo la punta del iceberg y en
años sucesivos practicar el deporte en unas condiciones dignas se convertiría en
un privilegio al que sólo podrían acceder unos pocos.
También
me acordé de mis primeros años en España, país al que llegué nada más completar
la carrera universitaria con fin de iniciar una nueva vida personal, académica
y laboral. En aquel momento, uno de los principales atractivos de este país era
que, a diferencia de la Inglaterra post-thatcherista, todavía era posible
mantener una calidad de vida razonable sin la necesidad de ser abogado o
banquero. Dicho en palabras llanas, existía una clase media; gente que se
dedicaba a profesiones como la enseñanza, el periodismo, o las bellas artes,
que ganaban poco dinero pero que podían acceder a compartir piso en un lugar
céntrico, salir de vez en cuando con los amigos, y que con el pago de sus
impuestos tenían derecho a la sanidad, a la educación para sus hijos si alguna
vez los tuvieran, y a disfrutar de unas instalaciones públicas financiadas con
la ayuda de todos los españoles.
Sin
embargo, en el año 2000, gobernaba en España José María Aznar mientras en
Madrid compartían el poder dos políticos del PP; José María Álvarez de Manzano
en la alcaldía y Alberto Ruiz-Gallardón en la Comunidad de Madrid. Unos dirigentes
que se habían formado en las artes oscuras leyendo la biografía de Margaret
Thatcher, política que veneraban por encima de cualquier santo o dios. Pues,
un par de años más tarde, Gallardón se convertiría en alcalde y entre sus
primeras medidas serían las de aumentar las tarifas de los polideportivos
públicos y sacar licitaciones para la gestión privada de estos centros, los
cuales, aunque pagados por todos los madrileños, se cederían a empresarios del
sector de transporte, con ninguna experiencia o conocimiento del mundo del
deporte, y cuyo único aval eran las relaciones carnales que mantenían con el partido
gobernante. Las instalaciones que el ahora ex alcalde neoliberal y experto en disfrazarse
con piel de cordero no conseguía privatizar, las dejaba caer en el abandono
para, posteriormente ó en paralelo, construir otras que, nada más terminar de levantarse,
regalaba a empresas externas.
Otra
compañera del grupo con el que compartía el viaje a la Sierra Nevada, nos comentó que hace poco se
había encontrado con una nadadora olímpica de origen norteamericano quien le
contó que tras el cierre de la piscina de Chamartín no le quedó otra que viajar
a Aluche para poder encontrar un lugar para entrenar. Y no es que no hubiera
dinero. El mismo alcalde que acabó con los deportes en Madrid es el que se
autoproclamó defensor del deporte y presentó la ciudad de Madrid como candidato
a sede olímpica por tercera vez consecutiva. Sin embargo, por sus obras se le
recordará y cada día queda más claro que el motivo que le impulsó a tamaña apuesta
no fue el deporte sino los intereses especulativos del sector inmobiliario.
Han
pasado más de 11 años desde que pisé Madrid por primera vez. En este tiempo sólo
puedo agradecer las oportunidades que esta ciudad me ha proporcionado, y
reconocer que con el paso de los años ha mejorado en algo mi situación laboral y económica de manera que aunque todavía faltando muchas cosas, por poco ya no
pertenezco a la generación ‘mileurista’, y puedo permitirme el esfuerzo
adicional que supone practicar el deporte en unas instalaciones privadas. Sin
embargo, pienso en los que se licencien ahora, en los que pisen por primera vez
suelo madrileño con vistas a buscarse la vida en las profesiones liberales.
Lamento que estos no encontrarán la ciudad que descubrí sino una tierra hostil
en la que los derechos se han convertido en privilegios. Una tierra más parecida al
país que dejé, en el que para la mayoría de la gente la palabra ‘Estado’ ya no
significa ‘bienestar’ sino ‘policía’, ‘ejército’ y ‘hacienda’. Y me pregunto,
¿pero qué concepto de ciudadanía es esa? Pues, es el mismo concepto que llevó a
miles de jóvenes a reaccionar con violencia el pasado mes de agosto en las
principales ciudades inglesas, no como ciudadanos que protesten legítimamente
contra los errores de las instituciones democráticas, sino como meros consumidores
sin dinero, despojados del sentido cívico; de pertenencia a una comunidad o a
un país. Es el mismo concepto que está transformando sociedades supuestamente ‘avanzadas’
en ciudades sin ley donde sólo reina la barbarie.
Y
lo más triste es que al igual que en el Reino Unido de hace 25-30 años, sólo
protesta una pequeña minoría. Demasiadas personas que una vez se beneficiaban
del estado de bienestar ahora se creen lo suficientemente ricos para dejarlo desaparecer
como si les importara un bledo el futuro de sus propios hijos y nietos. Asumen
que cualquier cambio es inevitable y se hacen creer las mentiras de un Gobierno
que busca echar toda la culpa a su antecesor mientras procede sin descanso a hacer
realidad su sueño thatcherita en versión ibérica. El cambio en absoluto es
inevitable. Hay alternativa pero hay que luchar por ella de la misma manera con
la que nuestros padres lucharon en su día. Y tenemos que pensar en qué sociedad
queremos vivir y no en qué sociedad nos obligan a sobrevivir.