¿Y cuántos nuevos despertares nos esperan?
¿Cuántos hombres murieron a manos
de Occidente? ¿Cuántos genocidios se cometieron para establecer el poderío de
los países europeos en la mayor parte del mundo? ¿Y cuántas personas siguen
muriendo, y cuántos genocidios se siguen cometiendo, consecuencia del desdén de
los ‘países ricos’ por los derechos de los derechos de los habitantes de África
un pueblo que nos parece mejor subyugar con fin de obtener las materias primas
y los precios baratos que necesitamos para sostener nuestro estilo de vida?
Lo más curioso de todo ello es
que no nos consideramos personas malas por definición. Hasta soñamos por un mundo
mejor, participamos en trabajos de voluntariado para intentar paliar el sufrimiento
de nuestras víctimas y damos parte de nuestros sueldos a organizaciones
solidarias. En definitiva, hemos encontrado mecanismos para convencernos de que
el modelo que tenemos es el mejor posible, de asumir que lo que hay en los
países pobres es ‘subdesarrollo’, y que con el tiempo todo mejorará. Hasta los
habitantes del mundo en vías de desarrollo a menudo defienden el ‘sistema’.
Cuando hace 10 o 15 años se debatía la posibilidad de perdonar la deuda de los
países africanos, había quien decía, al igual que se dice hoy sobre Grecia, que
había que imponer la disciplina económica a aquellos países para ayudarles a
avanzar, a acabar con la corrupción política y a integrarse de manera eficaz en
el mundo capitalista.
Puede que sea verdad, pero eso no
quita que los métodos que hemos utilizado para llegar a donde estamos se
basaron en conceptos racistas y genocidas; la idea de que culturalmente
Occidente era superior y que lo que había que hacer era acabar con la gente
bárbara que impedía el avance de nuestra civilización. Ganamos la I y la II
Guerra Mundial, acabamos con Hitler y Stalin, unos locos paranoicos que
organizaron nuevos genocidios con el mismo deseo de diseñar el mundo a su
manera. Eran los genocidas malos, a diferencia de los genocidas buenos, como
Franco que impidió que el comunismo atravesara los Pirineos; Saddam Hussein,
que mataba a los kurdos pero que nos servía como barrera de contención frente a
Irán; Pinochet, que impuso el neoliberalismo, botas mediante, en el país andino;
o tantos sátrapas árabes que permitieron que siguiera fluyendo el petróleo
hasta nuestros países.
Por supuesto, desde dentro las
cosas se ven de otra forma. Reconocemos nuestra propia humanidad como
individuos, la religión nos ayuda a creer que somos seres libres que actuamos
sólo por el deseo de hacer el bien, y a olvidarnos de que somos ante todo
actores económicos, que recurrimos al olvido para poder seguir avanzando en
unas pequeñas obras que creemos positivas gracias a la ceguera de no poder ver
el impacto que nuestras acciones tienen en las cosas que suceden al otro lado
del mundo. Algunos llegamos hasta a creer en el Cielo y el Infierno para de
alguna forma explicar tanto contraste y tanta injusticia y crueldad en el
mundo. Y por supuesto, Hollywood nos recuerda cada día que vivimos en un mundo
de buenos y malos, y que nosotros somos los buenos. Al igual de todas las
sociedades, construidas según el modelo del estado nación, un modelo que no
existiría si no fuera por el ejercicio del fascismo en sus diversas formas,
tenemos nuestros esquemas y nuestros valores que nos permiten justificar
nuestra realidad, defenderla a ultranza y creer que vivimos en el mejor de los
mundos posibles.
Desde dentro creemos que las
cosas no están tan mal, aunque desde fuera se ven bien distintas. Viviendo en
Cuba, vi de primera mano lo que supone padecer una dictadura, con el privilegio
de saber que sólo tendría que estar allí 12 meses y que después tendría la
posibilidad de salir y de realizarme en un país que permite la diferencia, el
debate, la libertad de pensar y de sentir. Con el tiempo, incluso escapé de mi
propia dictadura autoimpuesta, la de la religión, otra forma de control y de
represión de nuestra naturaleza humana. Como individuos, en 2012, tenemos mucha más
libertad aquí que allá, sin embargo, ¿hasta qué punto depende nuestra libertad
de la esclavitud de otros? Y por mucho que pensemos, ¿de verdad somos libres
para actuar según nuestras convicciones? Si lo fuéramos, seguramente
sentiríamos más completos, más realizados, menos estresados, y nos
levantaríamos cada día con otro tipo de energía. El lunes dejaría de ser lunes
para transformarse en algo parecido al viernes. El día en el que volvemos a
empezar a construir algo que queremos.
El ser humano lleva muy poco
tiempo en la Tierra y para los que tenemos el privilegio de vivir en un país
rico, no es difícil convencernos de que vivimos en el mejor momento histórico.
En realidad, es así. Sufrimos mucho menos que nuestros antecesores. Los libros
de historia nos ayudan a recordar que antes que nosotros hubo mucho sufrimiento
que no queremos revivir. Sin embargo, sólo si tuviéramos la capacidad de ver o
imaginar el mundo dentro de 500 o 1.000 años, podremos saber realmente en qué
momento estamos en el desarrollo de nuestra civilización. Desde luego, estoy
seguro de que si es que sobrevive -algo muy dudoso a la vista del más absoluto desprecio
que mostramos por nuestro entorno- algún día nuestros herederos estudiarán la
vida de nuestra época y agradecerán no haber estado allí.
La crisis nos despertó de la hipnosis de una bonanza económica en la que la gente repetía cual autómatas que el precio de la vivienda nunca bajaba. Pero, ¿cuántas otras cosas estamos soñando? ¿Y cuándo aprenderemos a decirnos la verdad?
La crisis nos despertó de la hipnosis de una bonanza económica en la que la gente repetía cual autómatas que el precio de la vivienda nunca bajaba. Pero, ¿cuántas otras cosas estamos soñando? ¿Y cuándo aprenderemos a decirnos la verdad?