¿Democracia representativa? Sí, pero representativa


¿Nuestra democracia es representativa? La pregunta es relevante porque últimamente hay cada vez más voces que proponen un cambio del sistema por otro basado en la participación directa de los ciudadanos en la formulación de las leyes. Sin embargo, antes de decidir acabar con un sistema, primero hay que analizar si ese sistema realmente existe, y si no, si sería posible instaurarlo antes de buscar alternativas más arriesgadas.

En una democracia representativa se supone que los votantes eligen a unos legisladores quienes deben ejercer el papel de representante, es decir, defender los intereses de los ciudadanos en el Parlamento, de la misma forma que un abogado representa a su cliente en el juzgado. En España, desde luego, eso no ocurre. Para empezar, los votantes no votan a un candidato a diputado sino a una lista de candidatos y no tienen ningún poder para elegir qué candidatos van a figurar en esa lista. Esa decisión corresponde exclusivamente a los partidos políticos, por lo que se puede decir que en España los diputados representan a los partidos antes que a los ciudadanos.

Pues, los sistemas de partidos no tienen que ser malos por definición, sin embargo, dejan de funcionar cuando los propios partidos también dejan de representar a los intereses de los ciudadanos, o siquiera a los de sus propios afiliados. Antaño era relativamente fácil. El sistema de clases permitía dividir la sociedad en diferentes grupos, cada uno de los cuales estaba conformado por personas con intereses afines. Los trabajadores se organizaban en sindicatos y votaban a partidos socialistas porque creían que los líderes de esos partidos velarían por sus intereses y derechos. Por su parte, los banqueros y los terratenientes votaban a partidos conservadores quienes les garantizaban el mantenimiento del status quo, una realidad que parecía favorecer sus intereses ya que ante todo el sistema, hasta aquel momento, les había permitido acumular riqueza y privilegios, y no los querían perder.

A principios del siglo XXI es mucho más difícil definir a qué grupo perteneces. La clase obrera, que es en realidad cada vez más heterogénea e incorpora también a los que en otra época se definirían con el término ‘clase media’, está más dividida que nunca. Los supuestos avances en libertades de oportunidades permiten a cualquiera que tenga la iniciativa o la suerte llegar a ser millonario sin importar su pasado o su nivel cultural, por lo que los partidos conservadores tienen mayores facilidades para llevarles a su terreno con el argumento de que los socialistas les quieren cortar las alas. En cambio, son cada vez más los que, aún perteneciendo a familias de ‘clase alta’, no son tan ricos como en el pasado y tienen que salir fuera para ganarse la vida. Para ellos, las políticas de facilitar el despido o de permitir a las empresas reducir los sueldos sin causa objetiva suponen una amenaza y pueden llevarles a apoyar partidos que garanticen más derechos para los trabajadores. Los obreros tradicionales, por su parte, fácilmente pueden terminar pensando que los partidos de centro izquierda tradicionales se han aburguesado, que ya no les representan, y que la única alternativa se encuentra en el populismo antiinmigrante de la extrema derecha. Incluso los sindicatos tienen que decidir, cuando pelean en las negociaciones de la reforma laboral, si defienden a los obreros élite con veinte o más años de antigüedad en su empresa, y la garantía de jugosas indemnizaciones, o los jóvenes parados que no tienen derecho alguno. Incluso en España los socialistas pueden ser elitistas.

Sin embargo, esta aparente fragmentación de la sociedad genera otra debilidad importante. Y es que, hoy más que nunca, los partidos no los conforman las personas que dicen que representan. Tienen cada vez menos afiliados y los verdaderos militantes son principalmente jubilados ya que todos los demás están demasiado ocupados con el trabajo o los estudios.

Pues, en este contexto, la toma de decisiones está cada vez más alejada de los ciudadanos. Cuando hay una campaña electoral, los partidos se definen. Unos dicen que defienden tal o cual causa, otros dicen que defienden otra, y finalmente, los ganadores acceden al gobierno sin que los ciudadanos tengan capacidad alguna para frenar su actuación en los siguientes cuatro años. En el Reino Unido existe un refrán, “Pase lo que pase en las elecciones, siempre termina ganando el Gobierno británico”. No existen mecanismos eficaces para que los gobernantes se vean obligados a escuchar a los que les votaron (o a los que en teoría representan, que hay que recordar son todos los ciudadanos), o para que les permitan participar activamente en los debates o la toma de decisiones. Dicen que gobernarán para todos, pero en realidad se limitan a buscar el consenso entre los lobbies empresariales y financieros, que son los únicos que tienen acceso a ellos.

En este escenario, los ciudadanos sólo son representados si por alguna casualidad sus intereses coinciden con los de las empresas. Cuando toman decisiones, dicen que es lo que prometieron y que es lo que la gente pide, pero mienten. Hace poco, Rajoy dijo que la ley del matrimonio homosexual era impopular y dividía a la sociedad. No recuerdo una ley más popular de todas las que introdujo Zapatero. Lo mismo dijo sobre la ley antitabaco, que tenía el apoyo de más del 70% de la población. Miente, pero da igual. No importa lo que pienses sino lo que dicen que piensan los demás. Y viendo algunas de las manifestaciones en la Plaza Colón durante la primera legislatura de Zapatero, con la presencia de Rajoy, Rouco Varela y docenas de banderas preconstitucionales, cualquiera que llegara de otro planeta pensaría que su opinión era la mayoritaria en la sociedad.

Los dirigentes, en este contexto, no son representantes sino ‘líderes’, un concepto que también se ha tenido que adaptar al nuevo siglo. Si, en teoría, un buen líder es el que escucha a las personas que representa, genera autoridad y confianza y toma decisiones que tengan en cuenta primero de todo los intereses de sus subordinados; los líderes modernos, en cambio, tienen que decidir primero, apoyándose en la información que les proporcionan y las presiones que les meten grupos de intereses ajenos a su partido, y después convencer a la opinión pública de que su decisión ha sido la correcta. Para conseguirlo, no sirven los debates tradicionales, porque así dan voz también a sus contrincantes, sino las estrategias de comunicación, la mercadotecnia, y, ¿por qué no? el control directo de los medios de comunicación.

Sin embargo, incluso en este capítulo, el sistema español vuelve a fallar. Quizás el mejor ejemplo sea la Guerra de Irak. Los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y España decidieron que había que invadir Irak aunque sus votantes estuvieran en contra. Entonces, EE UU y Reino Unido organizaron estrategias y campañas para intentar convencer a sus ciudadanos de que era necesario atacar. Para Estados Unidos, el 11 de Septiembre sirvió como el mejor argumento. A Blair le costó más convencer a los británicos, pero al final le sirvió la jugada del dossier falso con la que consiguió que al inicio de la guerra más de la mitad de los británicos defendieran su actuación. Sin embargo, en el caso de España Aznar no se sirvió de ninguna estrategia de comunicación. El 90% de los ciudadanos se opusieron a la participación de su país en la guerra, y el Presidente no hizo nada para intentar cambiar su opinión. Ni mentir. Pesaron más la necesidad de mostrarse fuerte de cara a Washington, así como los intereses de las empresas constructoras y petroleras españolas. España fue a la guerra sin contar con el legítimo apoyo del pueblo. Y después Aznar puso a Rajoy como candidato pensando que la gente le vería como más moderado y le volverían a votar. No es esa democracia representativa ni de lejos. Había que ser muy chulo para vetar la opinión de tus votantes sin siquiera ofrecer un solo argumento para justificar tu actuación. Simplemente, hizo lo que le salió de los huevos. Y luego se sorprendió cuando explotó en su cara.

Zapatero se creía mejor persona y decidió que iba a cumplir el programa por el que le habían votado. La primera cosa que hizo fue retirar las tropas de Irak. Luego, legalizó el matrimonio gay, aumentó la inversión en ayuda al desarrollo, introdujo la ley de la dependencia, mejoró el diálogo con las Comunidades Autónomas… Todas ellas medidas que, te gustaran o no, había prometido a los votantes e intentó cumplir. Sin embargo, intentar gobernar de manera más o menos representativa en un sistema que no lo es no funciona, y pronto se dio un golpe con la realidad. Pocas semanas después de iniciar su primera legislatura, la oposición salió a la calle, la Iglesia salió a la calle, las juventudes del Falange salieron al calle, hasta el Embajador de Estados Unidos salió a la calle. A poco habrían incendiado el Palacio de la Moncloa cual bombardeo de la Moneda. De hecho, el Ministro de Defensa, José Bono, tuvo que destituir a los altos mandos del ejército después de que estos le amenazaran con sacar los tanques a las calles de Barcelona.  Y no es broma, algunos tenemos memoria.

El gran error de Zapatero fue pensar –y por eso le tildaron de ‘ingenuo’- que su deber era representar a los votantes. Cuando sus militantes le gritaron, ‘no nos falles’ en la noche de su primera victoria, les contestó que no, que no les iba a fallar. Ningún presidente había tardado tan poco tiempo en cometer su primer error garrafal. Tardó seis años en aprender, el pobre, y qué bien aprendió, como los mejores estudiantes. La Merkel casi le recomienda para un premio Nobel. Escucharle rendir cuentas ante su partido en el reciente Congreso del PSOE fue la mejor prueba de que, a pesar de haber tenido que vestirse con las prendas del enemigo, nunca perdió del todo esa visión idealista de que los gobernantes tienen que escuchar a los votantes y ser transparentes. Su discurso no tenía ni pies ni cabeza. Cuando te obligan a hacer algo, y más si eres una persona de convicciones, no hay manera de justificarlo. Se parecía al discurso de un embajador que intenta defender el punto de vista de los terroristas que le han tomado rehén en su propia embajada. Lo tiene que decir porque es la única manera de salir vivo, aunque nadie se lo cree ni muerto. Pero tampoco había traicionado a los votantes por voluntad propia. Él les había fallado de la misma forma que el sistema le había fallado a él. La mayoría de los líderes jóvenes empiezan siendo Bambi, pero luego crecen y se convierten en algo más parecido a Lucifer. Zapatero empezó como Bambi y terminó como Bambi. Le habían cambiado la ropa y el cerebro. Pero en su alma más profunda seguía siendo Bambi.

Y bueno, ahora tenemos al espantapájaros, y sobre él cuanto menos se habla mejor. Sólo hay que volver a escuchar las cosas que dijo en la campaña electoral y luego ver lo que ha hecho en sus primeros dos meses en el Gobierno para comprender que no ha necesitado ni una sola lección para darse cuenta de quién representa. Llevaba ocho años reuniéndose con ellos para preparar su plan de Gobierno. ¿Y cuántas veces se reunió con grupos ciudadanos para sondear la opinión pública, salvo con los que los estamentos eclesiásticos sacaban cada domingo a las calles de Madrid? Si alguna vez lo hizo, nunca salió en los medios.

La democracia directa, en mi humilde opinión, no es una gran idea. Sólo hay que ver el ejemplo de California donde sólo sirve para dar alas a los populismos, radicalismos y, sobre todo, el inmovilismo. Y para experiencias aún más aciagas, se puede estudiar la República Weimar. No son tiempos para tales experimentos. Sin embargo, si vamos a defender la democracia representativa, tenemos que defender que de verdad sea así. Para que pueda llamarse democracia, sea representativa o no, el poder tiene que emanar del pueblo, sí o sí. Pero en la actualidad el poder, y más en Grecia, Italia o España, emana del poder, y el poder enseña al pueblo a acatar sus decisiones. Hace falta otra democracia, o por lo menos, la que dicen que ya tenemos. Esta, la llaman democracia, pero…

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