Trainspotting: Dos procesos de privatización que acabaron en muerte
Informarme
sobre la tragedia de la semana pasada de la estación Once de Buenos Aires me ha
traído, además del dolor por los que la han padecido en primera persona, numerosos recuerdos de los tiempos, hace ya 13 años, cuando vivía en la
capital argentina y experimenté de primera mano, aún sin recorrer las líneas
más degradadas, el pésimo estado de una red de ferrocarriles que antaño era la
más grande de América Latina. Mis amigos argentinos me hablaron del abandono de
las infraestructuras por el que fuera Presidente de Argentina en aquel tiempo –y cuyo
nombre por superstición no se pronuncia– quien había intentado infructuosamente
dar respuesta al inmenso problema de la deuda del sistema ferroviario argentino
mediante un proceso de privatizaciones que acabaría con las líneas menos rentables, y con ellas pueblos enteros, y dejaría a las restantes a la suerte del
libre albedrío de unas operadoras comerciales sin control u obligaciones.
Las
analogías entre un país europeo y otro emergente siempre son complicadas y
obligan a quien las realiza a obviar muchos factores que conducen al deterioro
de uno u otro sistema. Sin embargo, en aquel momento no pude evitar el recuerdo
de otro proceso de privatizaciones, de apenas unos años antes y cuyos efectos
todavía se notaban a diario en la prensa del país inventor del ferrocarril y hace tiempo el principal inversor en el desarrollo de las vías férreas del
país austral. El Gobierno británico de John Major (Juan Mayor para los amigos), quien no
se había recuperado aún de la resaca del thatcherismo, pensó que sería posible
generar competencia, y por ende mayor eficiencia, en el sistema ferroviario
británico mediante la fragmentación de la red y la venta de cada segmento al
mayor postor. Empresas, en la mayoría de los casos, gestoras de líneas de
autobuses interurbanos sin experiencia alguna en el negocio del ferrocarril. No
se entendía con qué motivo el Gobierno conservador creía que así iba a aumentar
la competencia a la vista de que cada ruta seguiría siendo un monopolio. Y
menos se comprendía la última parte de la privatización, que consistía en la
separación de la gestión de las vías de la gestión comercial de las líneas.
Las vías las llevaría una empresa, Railtrack, y 25 franquicias distintas repartarían las operaciones. De
esta forma, se creó el mayor lío posible y las mejores condiciones para que
cada vez que ocurriera un siniestro cada empresa echara la culpa a la otra y
nadie se encargara de invertir en las necesarias mejoras.
El
estado de las líneas era deplorable de manera que todavía se requerían grandes
inversiones por parte del Estado para modernizar la red y para hacer el negocio
rentable para los accionistas. Sin embargo, cada cierto tiempo abríamos el
periódico para leer la noticia de otro accidente mortal debido a la mala señalización
de las líneas o la pésima calidad del material rodante. Nunca se identificaba a un responsable.
En
1997 Major perdió las elecciones al laborista, Tony Blair, sin embargo, a pesar
de los intentos de éste de arreglar el lío que había heredado, entre 1997
y 2001 se registraron 52 muertos en accidentes de ferrocarril, uno más que
el saldo final del accidente de la semana pasada en Argentina.
En
2001, la gestora de las líneas, Railtrack fue finalmente nacionalizada y en los
años posteriores el Gobierno tuvo que intervenir a diversas operadoras de las
líneas por la mala gestión de las mismas. Es decir, por suerte, después de
sufrir las consecuencias de un proceso de privatizaciones fundamentado más en
la ideología que en el pragmatismo, se tomaron las medidas necesarias para empezar a dar
la vuelta a la situación. El sistema hoy día todavía deja mucho que desear, a
pesar de tener los precios más caros de Europa, sin embargo, si hace 15 años
había todavía muchos trenes con una antigüedad parecida a los de la Argentina, hoy
se parece un poco más a un servicio de primer mundo, y eso sin mencionar la
amplia extensión de la red que tiene pocos rivales en el viejo continente.
Son
las historias de dos países con realidades muy distintas, pero cuyos dirigentes
compartían en los años ’90 el mismo sueño ideológico de una economía de libre
mercado, con escasa presencia del Estado y una total ausencia de regulación.
Dos países con unos niveles de riqueza muy diferentes, pero que demostraron que
la dictadura de los mercados descontrolados lleva a la ruina, vengas de donde
vengas.
El
Gobierno de Argentina tendrá que sacar sus propias lecciones de la tragedia de
Once, buscar responsabilidades y acabar con la inmensa corrupción y descontrol
que le ha llevado a esta situación. Sin embargo, en Europa también debemos
aprender algo de las diferentes experiencias de gestión, tanto en el mundo
avanzado como en el emergente, en un momento en el que la UE busca aumentar la
participación de las compañías privadas en el sistema ferroviario paneuropeo. Ya
se ha anunciado que se va a obligar a los gobiernos a abrir las rutas
transfronterizas a la competencia y empresas como Ryanair han mostrado su
interés en llevar su concepto low cost a las líneas de tren.
No
tendremos los mismos problemas de corrupción y de desgobierno que aún tienen
muchos países emergentes, sin embargo, sólo hay que pensar en el reciente caso
de la Costa Concordia para recordar que también en Europa, y más en unos países
que otros, hay claras deficiencias en el control y la regulación de las
empresas y de los servicios públicos. Y la actual crisis económica y la
situación próxima a la quiebra de algunos países de la región sin duda llevarán
a nuestros gobiernos a buscar ‘soluciones creativas’ para reducir el papel y el
coste del Estado. Si no queremos que también lleven nuestros servicios a la
ruina, como ciudadanos tendremos que ser cada vez más vigilantes. Y no
olvidarnos de que la distancia que nos separa de la Argentina es menor que lo
que muchos quieren pensar. Hace sólo cinco meses, el Alcalde de Buenos Aires compró
24 vagones de metro a la Comunidad de Madrid. Los mismos trenes que siguen
operativos en algunas de nuestras líneas. Y hace cinco años, el Metro de
Valencia sufrió un accidente con la muerte de 43
personas, un siniestro que se achacó al mal estado de mantenimiento de la
línea.