El acoso homofóbico en los colegios es síntoma de un profundo malestar en nuestra sociedad
Hace un año, Dominic Crouch, un niño inglés de 15 años,
se suicidó, consecuencia del sufrimiento causado por el acoso escolar de carácter
homofóbico. La semana pasada nos enteramos de la
muerte de su padre, de 55 años, quien, después de la tragedia de su hijo,
se había dedicado a luchar contra el fenómeno que la había provocado.
Esta forma de acoso es una de las peores cosas que pueden
pasar a un niño adolescente cuando lucha por definir su identidad en diversas
áreas, entre ellas la sexual, y cuando cualquier etiqueta que se le imponga en
el patio escolar puede servir para generar confusión, dudas y, sobre todo, debilitar
gravemente su autoestima, muchas veces con consecuencias que tardan años en
cicatrizar.
Huelga decir que la sexualidad de las personas es un tema
complejo que cada uno define a su manera y que en la etapa adolescente algunos
tienen la suerte de poder experimentar de manera más directa, mientras otros, a la
espera de su primera ‘aventura’, juegan con sus sentimientos y fantasías de
diversas maneras con el fin de desarrollar su autoimagen. Si encima proliferan las etiquetas y los estereotipos, tanto positivos como negativos,
respecto a determinados comportamientos o apariencias, no debe causar ninguna
sorpresa que para un niño de esa edad, cualquier sentimiento que no coincida
con lo esperado puede provocar, cuando menos, miedo y angustia.
Los insultos duelen, de todas formas, peor que insultar,
el acoso homofóbico sirve para reforzar estos estereotipos y para conjurar una imagen
falsa y machista del mundo en el que lo único que vale es ser el más fuerte,
presumir de relaciones – muchas veces ficticias – con el sexo opuesto, y
tener la capacidad de bromear con todo lo que sea diferente. Es la psicología
de las cárceles, nunca debe existir, y menos en un entorno educativo.
No obstante, en el siglo XXI,
todavía estamos en la edad media en lo que concierne el entendimiento de la
sexualidad. Los profesores tienen miedo a abordar lo diferente por temor a ser
acusados de ‘fomentar la homosexualidad’.
No en vano, en 1988 el gobierno británico de Margaret Thatcher impulso una ley que prohibía ‘promover
la homosexualidad en los centros escolares’, utilizando términos ambiguos
que ponían a los educadores en un serio aprieto cuando un alumno les preguntaba
acerca del tema. ‘Si le contesto que es
algo normal y que no le debe causar vergüenza, me puedo meter en un lío
significativo con los padres o con las autoridades’, pensaban.
Sin duda, el problema no se
va a solucionar en los colegios mientras entre los adultos la homosexualidad
siga siendo objeto de bromas de mal gusto. En algunos asuntos hay demasiadas
personas que nunca superan la etapa infantil. En España, palabras como ‘maricón’ se han establecido en el léxico
cotidiano con tanta fuerza que hay quien dice que no pasa nada, y que todo
el mundo entiende que, dentro del contexto en el que se ha expresado, no debe
ser entendido como un insulto. Desde luego, los adolescentes no lo interpretan
así.
La corrección política tiene
tanta mala fama en España que son cada vez menos los que se atreven a
defenderla, incluso cuando se juega con la salud psicológica o incluso con la
vida de los más débiles. Sólo hay que recordar con qué disfrute determinados
medios de derechas ridiculizaban a cualquier político – y sobre todo políticas –
del gobierno saliente que se atreviera a abordar estas cuestiones.
La sexualidad es uno de los
factores más fundamentales para la identidad de las personas. Poder vivirla
plenamente y sin miedos o vergüenza es una asignatura pendiente para gran parte
de la humanidad, y ni hablar de países donde expresarse libremente sobre el
tema puede conducir a la humillación, la
vejación, la cárcel o incluso la tumba. Si queremos seguir pensando que nuestra
sociedad se sitúa en otro nivel más civilizado, un primer paso sería eliminar
de una vez del léxico de la calle, las empresas, los medios de comunicación y
los centros educativos, toda aquella palabra que denigre la libre expresión de
la sexualidad de cualquier individuo o colectivo. El progreso empieza con el
respeto al otro, y en un estado que gasta miles de millones en educar a sus
ciudadanos debería ser causa de orgullo poder demostrar en la vida cotidiana los frutos de esa
inversión a nivel de civismo, respeto y tolerancia hacia los demás.