¿Redes abiertas o guerra de trincheras?
El
mundo de las redes sociales es un mundo de consignas. Unos pocos usuarios
generan contenidos y los otros les siguen.
Incluso entre los que los generan, hay un gran número que se limitan a
hacerse eco de cosas que han leído o escuchado en otros idiomas, sin ningún
tipo de investigación o análisis propio.
Es
un mundo en el que construyes tu identidad en función de los ‘amigos’ que
sigues y las cosas que ‘crees’. Decides con qué cosas estás a favor y qué cosas
desprecias. Es un mundo en el que es fácil halagar o deslegitimar sin
argumentar, sin debatir, simplemente mediante una comparación entre fuerzas. “Yo tengo n amigos a los que les ‘gustan’ mis comentarios”. Es lo único que importa.
Entrar
a discutir algo que un 'amigo' haya colgado en su muro parece, a veces, una
acción violenta. Tras un duro intercambio, te puedes sentir hasta histérico.
Inseguro de que los demás ‘amigos’ silenciosos habrán leído tu desahogo y pensarán
que eres un exagerado o que sólo buscas la atención de los demás. Para muchos,
es precisamente lo que persiguen: Atención, sentirse leídos y escuchados.
Participar
en las redes sociales es construir imagen. Y para ello, no conviene tener
muchos contactos que disientan contigo. Es un mundo en el que se juntan las
masas para definir quienes son los buenos y los malos, para buscar chivos
expiatorios – que si los banqueros, que si los políticos, que si los gobiernos
extranjeros. Es mucho más fácil llegar a un juicio de valor que en una sala llena
de gente o una tertulia a la vieja usanza porque los que no estén de acuerdo a menudo se callarán, y si alguien tiene
demasiada mala baba, es facilísimo excluirle de tus círculos.
Es
un mundo abierto que parece favorecer el intercambio de ideas pero, a la vez,
es un mundo cerrado en el que tú eliges con quien compartes tus opiniones y
defines estrategias para hacer ruido sobre temas polémicos sin que otros te
saquen los colores.
Los
graves problemas a los que nos enfrentamos hoy en día sólo se podrán solucionar
si volvemos a aprender a razonar, a discutir, a pelear. Pero hay que hacerlo
con argumentos, con convicción. Si no, lo único que conseguiremos será inflar
el ego de diferentes grupos contrapuestos, tan seguros de sus ideas como del
número de seguidores que tienen y sólo capaces de imponer su voluntad mediante
la fuerza y no por medio del intercambio dialéctico. Tendremos un mundo –de hecho,
ya lo tenemos– en el que los políticos
debaten en los parlamentos no para convencer al que tienen en frente, sino de cara
a la galería, con demagogia, para generar ruido y para oponerse a la razón.
Las
redes sociales nos abren muchas oportunidades pero también comportan riesgos. No
sólo hay que hablar. Hay que reflexionar, cuestionarse continuamente, dudar. En
este sentido, los blogs son la cara buena del Internet social. A diferencia de
los microblogs como Twitter permiten entrar al fondo de la cuestión y sobre
todo invitan a los lectores a responder, contrastar y rectificar. Sin embargo,
están muriendo de su propio éxito. Hay tanta saturación de información que no
hay tiempo para analizarla, sólo leer y reenviar. Compartir, sin pensar. La
información entra por la oreja y sale por la boca sin ser procesada por el cerebro. Los argumentos se vuelven cíclicos. Parece un mundo lleno de creatividad,
pero en realidad los creadores son los menos.
Para
muchos las redes sociales son la panacea
pero yo creo que tienden a aislar y a limitar. Meten a cada uno en su
trinchera. No tiene que ser así. Sólo nos falta aprender cómo hacer buen uso de
ellas, no para agrandar sino para empequeñecer nuestros egos y para ayudarnos a
entender que todas las ‘verdades’ son cuestionables. Todo lo que sea aprender
tiene que ser bueno. Pero aprender requiere método y lo estamos perdiendo.