El ‘blandengue’ se rebela contra el mundo

Se parecían a Pin y Pon. Ha pasado apenas un año y medio desde aquella famosa reunión en el jardín del número 10 de Downing Street, comparada tan cariñosamente con una boda civil, en la que intercambiaron anillos y abrazos y declararon el amor eterno entre los tories y los whigs.

El aprendiz de político liberal ocupó con entusiasmo el banco del Gobierno en la Cámara de los Comunes con su nuevo cargo de viceprimer ministro, dispuesto a dar su sonrisa y su asentimiento a las políticas de la Coalición a cambio de algunas concesiones, por ejemplo, un referéndum sobre la reforma electoral o una política más europeísta.



Tuvo que asumir algunas decisiones difíciles que no entraban en su programa electoral, por ejemplo, el cobro de hasta 15.000 euros a los estudiantes por matricularse en una universidad pública. Iba en contra de los ideales por los que le votaron, pero como socio minoritario no podía esperar más y las bonitas palabras con las que su recién estrenada pareja explicó la decisión de privar los alumnos más pobres de una educación de primera le parecían razonables. Al final y al cabo, lo que más importa es la sinceridad y estar dispuesto a sufrir -perdón- a que sufran los demás cuando la prioridad es reducir el déficit y agradar a Standard & Poors. Se organizó el prometido referéndum. Eso sí, su amado le profirió continuos y brutales insultos durante la campaña y consiguió derrotarle con una gran mayoría en contra de la reforma, acabando de una vez con un debate ancestral sobre la necesidad de aumentar la proporcionalidad del sistema electoral. Se sentía humillado, pero seguía creyendo que en el amor siempre hay que perdonar.

Pasó otro año y Europa entró en una crisis profunda que ponía en peligro el euro y el proyecto que más captaba la esencia de su partido. Dedicó un gran esfuerzo a tender puentes con sus vecinos ayudado por su gran habilidad lingüística, sin embargo, su ahora celosa pareja decidió que tanta relación con esos románticos europeos ponía en peligro su trabajo y cruzó el Canal de la Mancha para acabar con lo construido y para avisar a sus socios de que con él no contasen.

Le dolió profundamente al liberal pero confiaba tanto en su pareja que se autoconvenció de que el traidor no era, en verdad, su amante sino aquel francés desleal quien seguramente le habría drogado el té para provocarle el ataque de rabia que daría la espalda a 38 años de trabajo diplomático en el corazón de la Unión Europea. Algo de razón tendría, pensó el liberal. Sin embargo, unas horas después su amigo del partido verde, Daniel Cohn-Bendit , le llamó  'blandengue'. Su hermano mayor, Paddy Ashdown, le acusó de acabar con la influencia del Gobierno en decisiones de gran importancia para país y le recordó que la rabieta de su marido no había conseguido nada para sus islas sino todo lo contrario. A estas se sumaron las voces de muchos más dentro y fuera de su partido que sacaron a relucir su debilidad y la serie de fracasos en sus intentos de influir en las decisiones de su mentor.

De repente se sentía obviado y abandonado por su pareja y para demostrarlo decidió dormir en otro cuarto. El divorcio no sería conveniente, no tenía a donde ir, en la calle hacía mucho frío y estaba llena de indignados, sin embargo, por fin se negaría a compartir el mismo discurso de su todavía pareja. Iría por el mundo como si fuera, de repente, un hombre libre y autónomo, capaz de expresar su opinión, de prometer otro futuro para su país y de reparar las relaciones con Europa mientras su pareja, que controla la billetera y el cuerpo diplomático, seguiría lanzando gritos y cubertería teledirigida desde los acantilados de Dover.

Sus socios europeos se encogieron de hombros mientras veían la divertida opereta pre-navideña. El liberal, perturbado y confuso, no entendía qué le había llevado a esta situación. Se sintió incapaz de tranquilizar a su pareja, por tanto, intentó pedir que todo el mundo se calmase, primero de todo el francés. 
“Tranquilos todos, que ya llega la navidad. Que comamos pasteles de frutas, o lo que sea que se coma en Francia”. 

Visto como estaba el patio no quiere sugerir que tal vez conoce las costumbres culinarias de su vecino discorde. Sólo aumentaría las sospechas de su pareja respecto a una posible infidelidad gálica y aumentaría la desconfianza y los desencuentros. Y así estamos esta noche del viernes, con un primer ministro enloquecido por el canto de sirenas de las voces más extremistas de su partido y su mano izquierda viajando por el continente como si de repente se hubiera convertido en primer ministro en funciones hasta que su amor se pase por el psiquiatra y se dé cuenta de su gran error. Sin embargo, el ingenuo liberal sigue sin darse cuenta de las verdaderas intenciones de aquel hombre que le robó tan cruelmente el corazón y el alma en esa tarde de locura primaveral en el jardín de Downing Street.

La historia continuará.

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