El Reino Unido acaba en Londres
Después del debacle de David Cameron en la Cumbre Europea, el debate sobre el futuro de Escocia está en boca de todos. Es uno de esos temas que, al igual que el cambio de hora en invierno o la reforma del sistema electoral, vuelven a la superficie cada cierto tiempo; que a todo el mundo le gusta discutir pero que, por pura inercia británica, siempre se quedan en agua de borrajas. Y es que, no sé si por su naturaleza conservadora o simplemente por su falta de sintonía con el ciudadano común, a los políticos y los medios de comunicación británicos les encanta exprimir temas que no preocupan en absoluto a la mayoría de los votantes, o por lo menos a aquellos pocos electores en circunscripciones clave que son capaces de facilitar la alternancia en unas elecciones generales.
Aceptémoslo,
dentro del esquema de las cosas en la política y la economía británicas, Escocia
tiene escasa relevancia. Las grandes industrias que hace años servían como
locomotoras para la economía del país se han traslado a Alemania o a China; el
sector servicios está concentrado principalmente en Londres, expandiéndose por
todo el sureste del país; y todas las decisiones políticas de trascendencia
internacional se toman en el Parlamento de Westminster. En este contexto, los
debates existenciales de los escoceses apenas se registran en el radar del
ciudadano británico medio. Sin embargo, nuestra cabezonería no nos permite
pasar página y centrarnos en otra propuesta alternativa que no sólo tendría un
impacto positivo en la vida de la gente sino supondría la mayor transformación
de la estructura política y social del país desde el siglo XVII: la
independencia de Londres.
Es
innegable que la mayor brecha social y cultural en el Reino Unido no es entre
ingleses y escoceses, o siquiera entre galeses y norirlandeses; sino entre
londinenses y los demás habitantes de las Islas. Londres se ha consolidado en
los últimos años en el gran centro financiero europeo; su City en un paraíso
financiero dentro de un Estado, una especie de Vaticano con diseño calvinista. Se
toman decisiones políticas de tal calibre como la continuidad del país dentro
de la Unión Europea en función de los intereses de los banqueros sin atender
ninguna de las demandas de una industria manufacturera que hace no muchos años
componía el tejido social de todo el norte de Inglaterra.
También
a nivel político, entre los habitantes de Londres y los del resto del país hay
un trecho. En la mayoría de las elecciones los londinenses ocupan posiciones
más a la izquierda que las de sus vecinos de provincias, e incluso de algunas
de las llamadas ‘democracias sociales’
europeas. Cuando los provincianos visitan Londres, tal es su asombro por la
diversidad étnica y cultural de la capital, que creen que han llegado a otro
país, o tal vez, a otro planeta. Hasta la mismísima Reina se encuentra mejor
visitando un pub en un pueblo rural de Gloucestershire o el palacio de Balmoral
(Escocia) que en su residencia londinense.
Pues,
allí tenemos el mejor argumento a favor de la secesión de Londres del Reino
Unido. Una vez eliminado el principal factor desequilibrador de la sociedad
británica, la Inglaterra profunda seguramente descubriría que tiene mucho más
en común con los escoceses que con los londinenses. Hasta podrían llegar a la
conclusión, con la complicidad de la familia real, de que el mejor sitio para
mantener su capital no es Birmingham o Manchester sino Edimburgo. Isabel II,
desde luego, se sentiría más cómoda allí y el príncipe Carlos, por su parte, podría andar
en falda sin que a nadie le llamara la atención. Sería un final
feliz para un reino que se formó en 1603 con un acuerdo que permitió que un rey
escocés se convirtiera también en rey inglés. Y un Londres independiente podría
decidir libremente si quiere acercarse a Europa, aunque sea como Región
Administrativa Especial, según las mismas líneas que marcan la relación entre
China y Hong Kong, o si prefiere consolidarse como Jersey a lo grande.